miércoles, 6 de enero de 2021

Nada era ya igual

Cuando abría la ventana de mi habitación, un abrazo de frescor me despertaba todas las mañanas. La rutina era desayunar con mis primos y luego ayudarles con los animales. Salíamos con las vacas hacia el prado, las dejábamos allí hasta la tarde y volvíamos para hacer los deberes que me habían puesto en el bachillerato. Ellos eran un poco mayores que yo, así que me ayudaban con las matemáticas, que no me gustaban nada. Mi prima Ana era la que más me atendía. Cada vez que se acercaba a mí me derretía. Mira Pablo, es muy fácil, me decía, la curva en forma de J es una de las más sencillas. Pero la única curva que me interesaba era la de sus pechos que me rozaban en el hombro. Se le veía un poco el encaje del sujetador blanco a través de uno de los botones del escote de la blusa. Como hacía calor un hilo de sudor resbalaba por su cuello y desaparecía en el canalillo. Así era imposible concentrarse en nada, además tenía la testosterona por las nubes. La perturbación comenzaba.

Pasaba todas las vacaciones estivales en casa de mis tíos en el pueblo desde pequeño, para respirar el aire limpio del campo y oxigenar mis débiles pulmones. No me acostumbraba a que mis padres me dejaran allí, mientras ellos trabajaban en la ciudad. Les echaba de menos, aunque venían a visitarme los fines de semana, pero cuando me recogían a primeros de septiembre para volver a casa nunca me quería marchar y menos después de lo que había visto el último verano.

La casa estaba en una de las calles que daban a la plaza. Desde allí podía ver la torre de la iglesia con el nido de cigüeñas. Tenía un desván al que subía para observar a las mujeres que salían a tender la ropa en los patios interiores de las casas y cuando tomaban el sol ligeras de ropa antes de que llegaran los familiares a comer. 

Uno de los días que no tenía ganas de dormir la siesta y cuando parecía que la vida se detenía a esa hora de la tarde, en la que ni se oían los pájaros en los aleros ni los perros ladraban en los corrales, me quedé perplejo al pasar por una de las casas de veraneantes. Vi, a través de la persiana verde de madera, cómo se lo montaba una pareja de adultos. Recuerdo que pensé en el calor que estarían pasando, pero gemían tanto que a los pocos segundos me puse a mil solo con mirarlos. 

En otra ocasión, al pasar por la puerta entreabierta de la habitación de mi prima la vi sentada frente al espejo de su tocador. Mi afición a espiar iba en aumento y no podía resistirme. Tenía las braguitas colgadas en el respaldo de la silla y se estaba depilando. Primero empezó por las axilas, se daba jabón de afeitar con la brocha de pelo y en una pasada desapareció el tímido vello. Pero cuando continuó por sus partes, no podía creer en lo que veía. Aquel fetichismo me iba perseguir toda la vida. Desde entonces se lo pediría a todas las novias que he tenido. 

Las personas nacíamos con la necesidad de mirar y si además gozábamos, mejor, pensaba yo. La posibilidad de ser descubierto me calentaba. Pero el sentimiento de culpa por lo que veía no me dejaba vivir tranquilo. Creía que tenía un deterioro funcional por mis impulsos de ver a la gente en su intimidad pero, por otro lado, para mí entonces valía todo, quería disfrutar del sexo recién descubierto, con amor, sin amor, con uno mismo, con dos o más chicas… Todo me parecía bien.

El día que conocí a Colette, la chica francesa que veraneaba en el pueblo, todo cambió. Su padre era oriundo de allí y su madre francesa. Eran amigos de mis tíos y solían venir por las tardes a casa para merendar o cenar. Contaban cómo era su vida en la ciudad de Dieppe, de su trabajo en la fábrica de coches Renault, de las visitas a París y los paseos por campos Elíseos, los pernods en los cafés en el barrio Latino y las excursiones por el Sena en el Bateu-mouche, escuchando alguna bella canción francesa. 

Me enamoré al instante de ella, no puede evitarlo. Era la chica más bella que había conocido. Tenía un año más que yo. Las palabras pronunciadas con su acento francés, erótico y sensual, frunciendo la boca, me volvían loco. Sus vestidos casi transparentes me hipnotizaban y los minishorts que utilizaba a cada momento me tenían prisionero. 

Algunas tardes me llevaron con ellos a las piscinas del pueblo de al lado, incluso bajamos a bañarnos solos en las gélidas aguas del río. Una de las veces me propuso colocar las toallas junto a un hormiguero. ¿A que no te atreves?, me decía. Me gusta que me suban par icí por las piernas hasta mi minou. ¿Vous comprenez? Ese cosquilleo me excita muchísimo. Bien sûre, le contesté en el escaso francés que sabía. El que aguante más tiempo le da un beso con lengua al otro. ¿Tout d’accord, cherí? Siempre me acordaré de aquella tarde, desde entonces no me volvieron a dar asco los bichos del campo. El día que nos despedimos, después de bailar toda la noche en las fiestas del pueblo, nos prometimos volver el año siguiente. Á bientôt... Sabía que no iba a ser así, pero me daba lo mismo, nada era ya igual. 

Años después evocaría con placer aquellos meses de veraneo y aunque me corregí de mi voyeurismo, cada vez que escuchaba por las noches los gemidos de los vecinos desde el interior de mi apartamento volvía al pasado.




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