jueves, 30 de julio de 2020

El aperitivo

Las amigas caminaban por la Gran Vía ajenas a la expectación que causaban entre los hombres. Aunque oían piropos de algún baboso: “Me gustaría ser caramelo para deshacerme en tu boca”, “Si la belleza pagase impuestos, estarías arruinada” o “¡Cuántas curvas y yo sin frenos!” no prestaban atención a nada. Habían salido hacía media hora de la oficina y solo querían pasear para ir a tomar un aperitivo antes de llegar a casa.

Como era sábado al mediodía, la jornada laboral había terminado, así que la calle estaba llena de hombres que habían cobrado el sueldo, pero antes de entregarlo a sus mujeres se dedicaban a gastarse parte del sobre. Hasta los Hermanos de La Salle habían dejado el colegio por un rato para confraternizar con los ciudadanos. Pili reconoció al hermano Félix que daba clases a su hijo.

Existía entonces la costumbre de dividir la sociedad entre hombres y mujeres en compartimentos estancos. Los hombres copaban todos los lugares importantes y las mujeres parecía que no existieran, vamos, que no ocupaban el sitio donde se las pudiera ver. El clero, guardias y hombres a la caza formaban la fauna de todas las ciudades. Pero existía otra división fundamental, la de las mujeres que querían emanciparse para demostrar que ellas tenían tanta importancia como los varones.

 

-¿Te has dado cuenta de que hasta los frailes salen a fisgar? -comentó Miren.

-Claro -respondió Pili. Pero esos quieren hacer como que no nos ven. Pero si yo te contara. El otro día, uno de los frailes que da clase a mi Pedrito, me llamó a su despacho con la disculpa de hablarme del rendimiento de mi hijo. Pero, no te digo que al final de la charla hasta noté que se me insinuaba. No sé adónde vamos a llegar. Me quedé muerta.

 

Quizás Pili no fuera la mujer más inteligente del mundo, pero era una buena amiga. La verdad es que era un poco exagerada con las cosas que contaba, pero tenía siempre buen ojo con los hombres.

 

-No te hagas de nuevas. Que tú los conoces bien -intervino Miren. Aunque te parezca mentira, a mí que siempre soy distante en la oficina y no quiero ninguna tontería con los compañeros, soñé que me liaba con mi jefe.

-Cuenta. Eso me gusta.

-Como siempre anda tocándome la moral con lo de las cartas que me dicta y pidiéndome que le lleve café a todas horas para mirarme las piernas, tenía que llegar el momento en que soñara con él. Y la verdad es que me quedé satisfecha -añadió Miren.

-Uf, qué suerte. Porque yo no tengo más que vejestorios en el banco. El que no se duerme en su silla, se le cae la ceniza de los cigarros en la chaqueta arrugada. Una ruina. Para más inri, el auxiliar nuevo, no tiene ni un revolcón -dijo Pili.

-Pero es que además no veas cómo es mi jefe -subrayó Miren con un punto de ironía. Se cree un don Juan, aunque es calvo, tiene una tripa de cervecero que no se ve los pies, pero va tieso como una vela por la oficina y siempre rodeado de meapilas.

-A ver si se van a creer que solo ellos nos pasan revista a las mujeres. Nosotras también tenemos nuestro ranking -apuntó Pili.

-Cada vez que paso por su despacho me da un repelús que me ahogo -añadió Miren.

-Bueno nosotras a lo nuestro y cualquier día nos los comemos de aperitivo -sentenció Pili entre cómica y sarcástica.

 

 

La chica del bar

Juan pidió una caña y vio por primera vez a la chica sentada a una mesa del fondo del local. Entró en el bar de siempre aquella tarde insustancial. El camarero, aburrido, con la servilleta al hombro, miraba la caja tonta sin prestar atención. Le saludó con una sonrisa cansada. De vez en cuando, como si fuera un autómata, secaba las tazas y las colocaba sobre la cafetera automática. Los parroquianos habituales jugaban a las cartas en las mesas de formica con tapetes sucios. El ambiente, iluminado por fluorescentes blanquecinos, estaba cargado de olor a aceite de girasol de la cocina, a tabaco rancio y coñac barato que se pegaba a la ropa. La máquina tragaperras repetía su música cansina a la vez que un hombre ensimismado introducía monedas.

Desde que había salido de la oficina, después de atender en la ventanilla a los clientes del banco que acudían no solo a sacar dinero, sino a resguardarse del frío y a sentir que alguien se interesaba por ellos, presentía que hoy sería un día diferente. A veces, cuando se levantaba, su madre le decía que lo veía inquieto. No te preocupes, no es nada, le contestaba. Pero Juan siempre temía que el trastorno de su madre -vivía en su mundo, escribía durante noches enteras en su habitación y en ocasiones bebía sin control- le afectara. Su padre los había abandonado sin dar explicaciones cuando él era un crío, ella no lo había superado y Juan quedó traumatizado. Los compañeros en el colegio, siempre crueles, le preguntaban por su padre durante los recreos y en el camino de vuelta a casa.

Tenía ya treinta años y además de haber salido con algunas chicas de forma esporádica y después de una experiencia traumática con una compañera del trabajo, no conseguía que se fijaran en él. Alzó los ojos de la cerveza y con disimulo miró hacia la mesa del fondo, la chica estaba allí, con el pelo recogido en una coleta y los labios pintados con ligero carmín. Se enamoró al instante, aunque no lo supiera. Tenía las piernas cruzadas, vestía informal y con la mirada fija en el móvil y en la puerta, mientras esperaba. Sostenía de forma elegante un cigarrillo entre sus dedos, pero casi no tenía uñas de habérselas mordido. Parecía que alguien le había dado plantón y salió dejando un leve aroma a lavanda y mandarina.

 

A las tres y media, como todos los días, antes de subir a casa, el camarero le servía la cerveza, después de saludarlo con un leve movimiento de cejas. Allí volvía a estar ella, pero hoy estaba acompañada por un hombre vestido con traje y corbata. No parecían felices, ella lloraba con angustia por algo que le había dicho su amante. Juan no sabía qué hacer, si intervenir o dejar que todo fluyera. Tenía previsto dirigirse a la mesa después de que el tipo saliera por la puerta, pero no se atrevió.

Después de aquello y durante toda la semana, cuando llegaba al bar la veía seguir con su rutina de espera, pero el otro no volvió a aparecer. Su enamoramiento crecía sin control, pero nunca daba el paso. Notó que le miraba cuando pasó a su lado pidiéndole con los ojos que la ayudara. Sin embargo, no fue capaz de hablar, el dolor en el pecho de los latidos del corazón le paralizaba. Al mirar por la ventana del bar vio cómo un camión se la llevaba por delante.

 

 

 

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