Blas de Otero
(Bilbao, 1916-Majadahonda, Madrid, 1979), uno de los poetas más influyentes de
la literatura de la postguerra, tiene un monumento en la calle Egaña. El pasado
día 29 de junio, día de su fallecimiento, se celebró un homenaje al peta bilbaíno.
En las páginas que sostiene en su mano puede leerse el verso “Pido la paz y la
palabra”.
Blas de Otero Muñoz nace en Bilbao el 15 de
marzo de 1916. Un mes antes había muerto en Nicaragua Rubén Darío, y Juan Ramón
Jiménez tenía a punto su Diario de un poeta reciencasado. Como si
la naturaleza no quisiera dejar vacíos poéticos, estos dos poetas son las voces
más persistentes en la formación y en la obra del futuro escritor bilbaíno.
Estamos en plena guerra del 14, aquella que
permitió a la burguesía española realizar pingües negocios al amparo de la
neutralidad, sobre todo en la industria de los metales. Así acrecentó su
fortuna en estos años el padre del poeta, aunque también sufrió las
consecuencias de la depresión económica que acabó en 1929 con los sueños de los
“felices veinte”.
Nieto de un capitán de la Marina Mercante y
de un famoso médico, diez años le duró a Blas de Otero su infancia de niño
rico. Una institutriz francesa (la Mademoiselle Isabel del poema) cuidaba de
los tres hijos de la familia, sobre todo del pequeño Blas, su preferido. A los
siete años ingresa en el colegio de Doña María de Maeztu, en cuya cálida
enseñanza aprende las primeras letras, pero pronto es arrancado de ese refugio
para empezar el Preparatorio e Ingreso de Bachillerato en un austero colegio de
jesuitas (“yo no tengo la culpa de que el recuerdo sea tétrico”, escribirá más
adelante).
En Bilbao se sintieron muy pronto los
primeros golpes de la depresión posbélica. En un intento de recuperar su
fortuna, el padre se traslada con toda la familia a Madrid en 1927. Allí va a
descubrir el niño la libertad de las calles madrileñas, los amores infantiles
y, siguiendo una vieja tradición familiar, recibirá lecciones de toreo en la
Escuela Taurina de Las Ventas. En el Instituto Cardenal Cisneros recibe su
título de Bachiller. La muerte de su hermano mayor en plena adolescencia, y dos
años más tarde la del padre, amargado por la ruina total, determinan su futuro
(“iba a estudiar Letras, pero un hermano que murió a los dieciséis años había
iniciado ya Derecho y mi familia me animó a ocupar su lugar”). Lo que Blas de
Otero pagó por “ocupar el lugar de otro” fue aprendiéndolo y sufriéndolo a lo
largo de toda su vida.
Quince años tiene el poeta cuando regresa a
Bilbao con su madre y sus dos hermanas. Sobre él recae principalmente, como
único varón, la responsabilidad de rehacer la maltrecha economía familiar. A
este desvío vocacional seguirán años de renuncias hasta conseguir el título de
abogado, mientras oculta las dificultades de la familia en el círculo de amigos
que le rodean, todos muy cercanos al ambiente religioso de los jesuitas. En el
periódico El pueblo Vasco, él es “el Poeta” que dirige la página
“Vizcaya escolar”, voz orgánica de los estudiantes católicos en 1935; publica
poemas y gana su primer premio de poesía en el Centenario de Lope de Vega. Su
personalidad parece escindida entre el abogado que debe ser y el poeta que es.
Así lo advierte el reducido núcleo de sus más íntimos, con los cuales comparte
recogidas sesiones de música y la admiración por Juan Ramón, verdadero mentor
poético de estos jóvenes, con los que el poeta moguereño mantiene frecuente
correspondencia y hasta llega a dedicarles La estación total con
las Canciones de la nueva luz. Su poesía, junto con la de los
clásicos y los primeros libros de la generación del 27, son las lecturas
habituales de las tertulias.
La Guerra Civil le sorprende con la carrera
de Derecho recién terminada. Se incorpora a los batallones vascos como
sanitario y, cuando las tropas del general Franco entran en Bilbao, es enviado
al frente de Levante. Acabada la guerra empieza a trabajar como abogado en una
empresa metalúrgica vizcaína.
Escribe crítica musical y de pintura para
el periódico Hierro y sigue publicando sus poemas. Dos de estas
publicaciones tienen un amplio eco en la prensa del norte, “Cuatro poemas” y Cántico
espiritual, éste último resultado del recital que el grupo Alea
organiza en el Ateneo en conmemoración del IV Centenario de San Juan de la
Cruz. Estos poemas descubrenla tensión anímica que el joven soporta al
ejercer una actividad profesional que hipotecaba su auténtica vocación, la creación
poética, sacrificada a lo que él considera sus obligaciones filiales. Después
de madura reflexión abandona la fábrica y en noviembre de 1943 se traslada a
Madrid para estudiar Filosofía y Letras, carrera que consideró la más apropiada
para satisfacer, al mismo tiempo, sus deberes familiares y su voz interior. En
Madrid entra en contacto con los principales poetas que entonces recibían el
magisterio de Dámaso Alonso y de Vicente Aleixandre.
Pero el deber le llama de nuevo desde
Bilbao al recibir la noticia de la grave enfermedad de su hermana, lo que le
obliga a abandonar el curso ya empezado. El sacrificio supera lo soportable
para un equilibrio mantenido a duras penas en lucha tan tenaz por la
propia autorrealización, y sufre una crisis depresiva. Decide ingresar en un
sanatorio, pero aquellos métodos curativos no logran acomodar y reducir su
rebeldía.
Durante varios años Blas de Otero vive en
el retiro de su casa y no aparece públicamente hasta que la revista Egan incluye
en su primer número (verano de 1948) once de sus poemas con el título de
“Poemas para el hombre”. Son el germen de Angel fieramente humano,
libro donde resolverá literariamente la transformación que en él se había
producido durante la crisis de 1944-45. En medio de la soledad y de angustiosas
dudas, su catolicismo ortodoxo, su fe y sus creencias se resquebrajan
definitivamente, pero el hombre que sale de este encierro es ya un hombre
distinto, dispuesto a vivirse solo en su autenticidad de poeta.
Su entorno social, sin embargo, no ha
variado, y es bien sabido que la burguesía fija sus estrictas normas y ampara
solo a quien se doblega a ellas. Los deberes religiosos y los familiares, los
amores, la profesión, constituyen un todo indisoluble que no permiten que la
ruptura del inadaptado pueda ser parcial. No hay elección posible, o salvarse
perdiendo cuanto había constituido su vida anterior, o perderse
y aceptar la norma establecida.
Desde 1947 Blas de Otero escribe
febrilmente los poemas de su rebelión salvadora, aquellos que formarán Ángel
fieramente humano, Redoble de conciencia y Ancia. Al
primero se le niega el premio Adonais de 1949 por razones extraliterarias, a
pesar de admitirse que era el libro de mayor calidad poética entre los
presentados. Al ser publicado el libro, el nombre de su autor salta a la prensa
de toda España como el poeta más auténtico y original surgido en aquellos años,
impresión que se confirma al año siguiente con la aparición de Redoble de
conciencia (1951). Poeta bronco poseedor de un dominio sorprendente de
la lengua poética, destaca en medio del panorama un tanto monótono de la poesía
de esa época.
El año 1952 es crucial para la vida y la
obra de Blas de Otero. Por primera vez sale de España. En París entra en
contacto con los exiliados españoles comunistas y, a través de sus lecturas y
las conversaciones, asume la interpretación marxista de la historia que dibuja
una futura sociedad donde reine la armonía, basada en la justicia y la dignidad
para todos. Este humanismo utópico le entusiasma y le empuja su voz a un ideal
de justicia y solidaridad, emprendiendo una tarea generosa tan inmensa que
pueda disculpar la traición a los suyos, además de responder a una necesidad
histórica. Ahora ha encontrado la justificación moral a su oficio de poeta,
haciendo de la estética la más excelsa ética. Es la realidad la que se le
impone con fuerza avasalladora y le impele a encontrar formas poética adecuadas
para los nuevos temas.
Blas de Otero residió en París algo menos
de un año y, de regreso a España, confiesa con cierta ironía: “París me pareció
maravilloso e insoportable”. Desea conocer a fondo a las gentes y las tierras
de España, que tan hondas huellas dejarán en su poesía. Para ello viaje en el
verano de 1954 por las tierras altas de la meseta castellana y de aquí van
saliendo los poemas que nombran los pueblos, las esbeltas espadañas, el rostro
curtido de los campesinos. Voz de las gentes sencillas que resuena a través del
Cancionero y el Romancero tradicionales, en los que Otero encuentra la poesía
más decantada y pura, viva aún en el pueblo, protagonista a la vez que
conservador de la tradición oral.
Desde su vuelta de París Blas de Otero se
ha dedicado sólo a la poesía. Vive en Bilbao con su madre y la hermana mayor,
que ha tomado a su cargo la responsabilidad del hogar materno. Las conferencias
y recitales que da por toda España y la publicación de sus poemas en diversas
revistas son sus únicos ingresos, lo que vuelve a plantear el conflicto de
siempre entre su vocación y la necesidad de contribuir a la economía familiar.
No era fácil escribir en un país que
imponía el silencio a un hombre cuya historia personal y poética corría
paralela a la historia de su patria oprimida bajo la dictadura. Cuando intenta
publicar un libro al que titula significativamente Pido la paz y la
palabra, tropieza con la prohibición de la censura: la palabra ha de
ser enmascarada, la paz se ha convertido en un vocablo subversivo. Por fin,
salen a la luz estos poemas donde ha tenido que sustituir algunas palabras por
otras inofensivas para la dictadura: “dios” se transforma en “sol”, “falanges”
se convierte el “alángeles”. Lo que significó Pido la paz y la palabra en
la poesía de la mitad de los cincuenta queda patente en las noticias de los
periódicos, que lo aclaman como uno de los títulos míticos de la poesía
contemporánea y el de mayor repercusión en el extranjero.
De 1956 a 1959 Blas de Otero reside en
Barcelona y se integra en los círculos de los intelectuales catalanes. Tras
inútiles luchas con la censura para publicar En castellano, donde
había ido reuniendo los poemas posteriores a Pido la paz y la palabra,
su amigo Puig Palau le aconseja reeditar los dos libros de la etapa existencial
en un solo volumen, completado con otros poemas de la misma época. El resultado
es Ancia, que recibirá al año siguiente el Premio de la Crítica
1958. Estos poemas, sin embargo, no se libran tampoco de los ataques de la
censura, más rigurosa ahora que en los años cincuenta, pues elimina versos de Ángel
y de Redoble ya publicados en las primeras ediciones de
ambos libros. En febrero de 1959 participa en el homenaje a Antonio Machado en
Colliure y días más tarde en el de la Sorbona, representando en esta
Universidad a todos los escritores españoles.
La insalvable barrera de la censura
española le obliga a publicar en la capital francesa En castellano
con el título Parler clair, en edición bilingüe. Estos poemas
retratan a un poeta comprometido cívicamente con la libertad y también a un
hombre en busca de la felicidad propia, por ello se mezclan ambos temas en la
edición de En castellano. Se ha dicho que éste es el libro más
político del escritor vasco, y puede serlo si atendemos a que en él se
denuncia, sin disfraces, una situación política, pero al mismo tiempo es
también el libro donde el dolorido sentir aparece desnudo.
Entre 1960 y 1964 comienzan los largos
viajes del poeta a los países donde ha triunfado la revolución socialista.
Primero a la Unión Soviética y China, invitado por la Sociedad Internacional de
Autores, luego a Cuba. Blas de Otero intenta conocer de un modo directo la
realidad de aquellos países donde las masas habían asumido un papel
protagonista. El desconocimiento de la lengua puede ser la causa de que existan
pocos poemas en su obra donde se retraten los países del Este. No hay en ellos
notas ideológicas sobre el socialismo, aunque sí la esperanza de que el pueblo
soviético sea el artífice de la paz; lo que se refleja es el paisaje de esos
países, su música, sus danzas (“Birmania”, “Un veintiuno de mayo”). Es la patria
lejana la que el poeta escucha resonando en lo lejanos mares de China, y estos
poemas escritos fuera de España son un intento de retenerla en la memoria.
A finales de 1961 intenta publicar Blas de
Otero el nuevo libro Que trata de España, pero la censura elimina
casi la tercera parte de los poemas. A pesar de tan feroz recorte, decide
editarlo en Barcelona tal y como se le permite, para no ser infiel a un título
que habla de España y para los españoles y que solo hubiera podido editarlo
completo fuera de la patria. De inmediato contrata la publicación del libro
–esta vez sin recortes- en Francia, aunque parte importante de los poemas
censurados aparecen previamente en su antología Esto no es un libro (Puerto
Rico, 1963).
En estos años se le concede el Premio
Fastenrath, de la Real Academia Española, y el Internacional Omegna Resistenza.
En el otoño de 1963 se traslada a París para la presentación de Que trata
de España, acto que – dada la situación política española- se convierte
en un multitudinario rechazo de la dictadura.
En la capital francesa, a principios de
1964, recibe una invitación para viajar a Cuba como jurado del premio de poesía
“Casa de las Américas”. En este viaje espera comunicarse directamente con el
pueblo cubano – que en esos años vivía una revolución popular-, y paliar así
las dificultades que tuvo para conocer la realidad soviética y china a causa
del desconocimiento de su lengua. En las prosas de Historias fingidas y
verdaderas, escritas durante su estancia en el Caribe, queda constancia
de que Otero ha abierto bien los ojos y ha visto a un pueblo alzándose como
protagonista de su historia, pese a que no deja de advertir ciertos recortes a
la libertad, “lo tal vez evitable” que a media voz escribe el poeta.
De Cuba vuelve a Madrid el 28 de abril de
1968. Trae el manuscrito de unas bellísimas prosas, una gran admiración por el
pueblo cubano y la experiencia malograda de un breve matrimonio (“no me pesa el
amor, pésame el monte/ del desamor: alrededor la muerte).
Pero la muerte no es ahora una metáfora,
como en sus libros existenciales, sino una amenaza real. En La Habana le han
descubierto un tumor canceroso del que es operado nada más llegar a España.
Conociendo la gravedad del diagnóstico, Blas de Otero acepta con serenidad su
destino. Si en Cuba ha escrito desde 1966 a 1968 las prosas poéticas de Historias
fingidas y verdaderas, la posibilidad de la muerte empuja ahora
febrilmente su pluma y nacen numerosos poemas que constituirán el núcleo de un
futuro libro, Hojas de Madrid. Once años le quedan aún de
vida contra todos los pronósticos. Años de fecunda poesía y felicidad
inesperada. En aquellos terribles días que siguieron a la operación, cuando
todos los caminos se cerraban, vuelve el poeta a encontrar un amor que parecía
definitivamente perdido: la novia del Bilbao natal. Juntos de nuevo y ya para
siempre fijan su domicilio en Madrid, y en esta ciudad prepara el poeta varias
antologías (Expresión y reunión, País, Verso y Prosa, Todos mis sonetos,
Poesía con nombres), reedita sus libros, algunos por primera vez en
España, como En castellano, o la primera edición completa de Que trata de
España. Y sigue creando nuevos poemas, los del póstumo Hojas de
Madrid, que queda inconcluso, aunque adelanta veinticinco poemas en Mientras
(1970) y varios más en cada una de las antologías citadas, en especial en Expresión
y reunión (1969).
Durante estos años madrileños vuelve Blas
de Otero a sus aficiones predilectas: la música, la lectura, el cine o pasear
lentamente “ruando/ como/ un perro en la calle,/ amigo de la calle,/ camarada/
de la calle. Es un hombre que gusta de la compañía de unos pocos amigos y de
pequeñas reuniones alrededor de la mesa. No le apetecen los actos oficiales,
pero nunca olvida los encuentros con su madre y sus dos hermanas en la casa de
Bilbao. Recorre en cortos viajes las tierras de España, Portugal e Inglaterra y
acompaña a su mujer, profesora de literatura, en los cursos de verano de
Santander y San Sebastián. Participa en los grandes acontecimientos políticos y
tiene la alegría de asistir a la llegada de la libertad – que tantas veces
había inspirado su pluma- y de recitar sus poemas durante la campaña electoral
que inauguró la democracia en España.
La muerte le llega por sorpresa en
Majadahonda el veintinueve de junio de 1979, pocos meses después de haber
cumplido sesenta y tres años. Una embolia pulmonar pone fin de súbito al
combate que venía sosteniendo desde hacía un mes con sus bronquios enfermos.