domingo, 25 de octubre de 2020

Pagar por la información

Rosa Galtieri y Pablo Crespo formaban pareja profesional desde hacía años. Trabajaban en nómina del periódico de sucesos El Sanguinario, que había resucitado el estilo sensacionalista y truculento del famoso semanario El Caso. Rosa era reportera y Pablo hacía las fotos. Solían llegar a la escena del crimen con prontitud. El inspector de homicidios Luis Garduña, alias Ventosa, era amante de la periodista y la mantenía bien informada.

Corría la voz en la redacción de que Rosa había conocido a Garduña en un momento difícil de su vida. Nació en un barrio obrero a las afueras de la gran ciudad. El padre trabajaba en la fábrica de aceros pero se soplaba el sueldo en las tabernas. En más de una ocasión tuvo que ir a buscarlo y enfrentarse a él en plena calle para llevarlo a casa. No le afectaba que su padre fuera un borracho, ni que no entregara el sobre en casa, lo que más temor le daba es que la vieran sus amigas en esa situación. La madre era modista y cosía para las familias ricas del centro. Gracias a una beca y al dinero que le daba a escondidas, como era una chica despierta e inteligente logró hacer periodismo aprobando curso a curso en junio. En el verano se dedicaba a trabajar y ahorrar para sus gastos. Al poco de licenciarse entró en una publicación semanal para escribir los sueltos sobre algún asunto de actualidad. Allí empezó a tomar contacto con la información de sucesos: delitos, siniestros, así como los homicidios, los accidentes de tráfico, el tráfico de drogas y los robos. Era un campo informativo que no le disgustaba. A menudo leía el semanario El Caso, que su padre compraba los sábados, y tenía la estantería de su habitación llena de novelas negras. Como recordaba que le enseñaron en las aulas, en el periodismo existe una premisa que resume claramente el contenido de este tipo de noticias: Goods news are not news (“Las buenas noticias no son noticia”). Las “malas noticias” son siempre noticia y ahí tenía una buena fuente de sustento.

Al poco tiempo cambió de publicación y entró a formar parte de plantilla de El Sanguinario. Conoció a Luis Garduña, alias Ventosa, en uno de los reportajes que le encargaron. Era uno de los tipos con menos moral que había conocido y eso que por su especialidad en el ámbito de sucesos había tenido que lidiar con numerosos delincuentes y asesinos. 

Rosa contaba con un historial amplio de relaciones, pero breves, y aunque estaba viviendo un gran momento profesional, no se podía decir lo mismo en el plano sentimental. Seguía sola y empezaba a notar el deseo de tener algo estable. Al inicio de la universidad salió con un chico de clase, pero la relación no funcionó porque un día se lo encontró morreándose en la escalera de subida a las aulas con la más lanzada del curso. Durante el verano que trabajó en la piscina municipal se lio con un imberbe que no tenía ninguna experiencia en las relaciones sexuales. Tampoco funcionó. Lucca, estudiante italiano de Erasmus, fue la siguiente pareja. Alquilaban una habitación en casa de unos amigos estudiantes y acudían a conciertos y fiestas de la Facultad, tonteaban con las drogas, pero cuando se marchó a su país dejaron de verse. La pareja de mayor duración fue Pablo Crespo, compañero de Comunicación Audiovisual y el noviazgo más largo. Disfrutaban de los paseos por el monte, de las tardes en su habitación en la casa de los padres y de las copas en los bares canallas. Enseguida lo contrataron como fotógrafo freelance en varias publicaciones importantes y a menudo salía de viaje a cubrir alguna noticia en el extranjero. Rosa no era de guardar ausencias y terminaron de forma amistosa la relación. Aunque luego se lo encontraría como compañero que la acompañaba a los lugares de los sucesos. Cuando entró en el primer semanario se juntó con Mario, que tenía novia formal y con esa sombra permanente era imposible que llegaran a algo definitivo. 

La relación con el inspector Luis Garduña alias Ventosa solo le trajo disgustos y adicción al alcohol. Lo conoció en el lugar del asesinato de una pareja de gays en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad. Los coches de policía no rondaban mucho por aquellas calles, pero el inspector vio en ella a una periodista con ambición y la cameló para que fuera su fuente. Cada vez que se producía un caso ella estaba allí la primera, junto con Pablo, y se ganó la confianza de sus jefes por los excelentes reportajes sobre sucesos, comisión de delitos contra la libertad personal, contra la libertad sexual y robos que tanto gustaban a los lectores del periódico sensacionalista. Pero lo que no sabían era el precio que tenía que pagar por la información. 

Quedaban en la habitación de un hotel que él reservaba cerca de un polígono industrial para saldar sus deudas. Siempre que acudía se tomaba varias copas de whisky para aguantar el mal trago. Aunque era consciente de que mantener relaciones sexuales por la fuerza y bajo amenazas no lo debía consentir por más tiempo, no era capaz de librarse de Garduña. Las emociones negativas, la culpa y la baja autoestima empezaban a hacer mella. El alcohol se hizo habitual en su vida y solo se calmaba con dosis de bebidas con cada vez mayor grado alcohólico, incluso mostraba síntomas de abstinencia cuando intentaba dejar de beber. La absenta era lo único que la calmaba. La situación era insostenible. Pensó en Pablo.

Pablo había estado prendado de Rosa desde el primer momento que la vio en la cafetería de la facultad. Aquellos vestidos sencillos pero elegantes que le confeccionaba su madre le tenían cautivado. Cuando estuvieron saliendo durante el curso, fueron los momentos más alegres de su vida. Venía de una familia con dinero, pero aburridos crónicos. Luego la vida los distanció, pero ahora trabajaban juntos. En el fondo siempre había estado enamorado de ella. No entendía cómo podía estar con ese tipejo.

Antes de llegar a la habitación, Rosa olió el rastro del sudor y la colonia de Garduña en el pasillo. Al entrar por la puerta y abrazarse a él lo apuñaló en el estómago. La sangre empañó la camisa blanca y el pantalón de pinzas. Antes de que cayera al suelo lo sujetó y avisó a Pedro para que saliera del cuarto de la limpieza en el rellano. Con el cuerpo aún caliente lo metieron en un saco impermeable para cadáveres. Le vaciaron la cartera y cogieron la pistola. Arrastraron el cuerpo hasta el ascensor y bajaron al aparcamiento. Salieron sin que nadie los viera. Primero tiraron el arma al río y después arrojaron el cuerpo en una sima en el monte por el que les gustaba ir a pasear.

Estar con Pablo era como volver a casa.



lunes, 12 de octubre de 2020

La cazuela de bacalao

El confinamiento obligatorio había agriado aún más la beligerante relación de vecindad entre Adelfa y Macario; ambos vivían solos. Ella (5º A), una cincuentona de buen ver, venenosa como el arbusto que le daba nombre, ejercía la molestia enciclopédica. Con su timbre pitudo, coreaba a voz en cuello viejas canciones de Mari Trini y Karina que repetía hasta la extenuación a pleno volumen; ponía la lavadora a medianoche y pasaba la rugiente aspiradora antes del amanecer. Él (4ºA), era un sexagenario alcohólico, amargado y antipático que no metía ruido pero torturaba a la vecina con los olores de sus comistrajos, que subían al apartamento de arriba como las almas al cielo. El perenne tufo a ajo frito era perfume de Dior en comparación con la peste de las sardinas que asaba en el balcón. Adelfa y Macario se insultaban a gritos todos los días, asomados en posiciones peligrosas para verse las caras. Los vecinos de alrededor y enfrente estaban de ellos hasta los huevos. 

Una vez al año tocaba la administración de la comunidad a cada uno de los vecinos. Ahora pasaba de Macario a Adelfa y aquello no tenía buena pinta. Los enfrentamientos venían de antiguo. Se habían conocido en la fiesta de los chiquiteros, en el día de la patrona. Era una forma de cohesión social la costumbre del txikiteo tanto de hombres como de mujeres. Entonces se salía a la calle por cuadrillas y se compartía el tiempo con amigos y vecinos. 

Adelfa acudía a la ofrenda floral a la Virgen de Begoña en el edificio de La Bolsa en representación de su aita -aquejado de cirrosis- al que le entregaban el Txikito de Honor. Después del lunch se quedaba por la calle Santa María con las amigas para disfrutar del ambiente y tontear con los chicos. Vivía en la cercana calle Pelota y si pimplaba en exceso llegaba enseguida a casa. Aunque en algunos bares les regalaban huevos duros para compensar el exceso de vinacha, al día siguiente la resaca la dejaba fuera de juego y vomitaba su peor carácter. No salía de casa durante varios días ni atendía a las llamadas de teléfono de las amistades. Infusión de manzanilla y un poco de caldo que le hacía su madre era lo único que tomaba. Con el paso de los días se le pasaba el aje y volvía a la normalidad. Era hija única, además de antojadiza. Había terminado el bachillerato en el instituto y estaba matriculada en Empresariales en la calle Elcano.

Macario había llegado talludito a vivir a la comunidad cuando se marchó del pueblo con treinta años. Allí solo tenía las tierras de los padres que casi no daban para vivir. No pasaban necesidades, pero quería conseguir algo mejor. Y quién sabe, algún día llevarlos a vivir con él. Había aprobado unas oposiciones, después de mucho esfuerzo, en la Caja de Ahorros y comenzó como ayudante administrativo. Con el tiempo iría escalando puestos hasta ser director de una sucursal. Los fines de semana le gustaba ir al cine y tomar unos txikitos con los amigos de la oficina. Aunque al principio vivía de alquiler consiguió comprar la vivienda con un préstamo blando de la Caja. 

Y entonces al salir del ascensor vio a Aldelfa, la vecina del quinto, una jovencita atractiva y de buenas caderas que llevaba unos libros para ir a estudiar. Intentó darle los buenos días, pero ella pasó de largo como si allí en el portal no hubiera nadie. Recién llegado a la ciudad apenas conocía a alguna chica y se propuso conquistarla. A las compañeras del trabajo no podía proponerles nada porque todas tenían novio. Solo quedaba los fines de semana con los solterones para ir comer a algún txoko y por la noche subir a los antros de la otra parte de la ría. Al salir de casa podía oler el aroma de la colonia que ella dejaba todas las mañanas. Coincidían en el horario y uno de los días se dirigió a ella. 

-¿Te importaría tomar algo por la tarde? Soy el vecino de abajo -le dijo. 
-Ah, no sé. Depende de lo que me ofrezcas -añadió Adelfa.

Macario y Adelfa, con cierta diferencia de edad, salieron durante algún tiempo por los bares del Casco Viejo y los soportales de la Plaza Nueva. Algunos de los días cenaron bacalao en el Guria y para terminar la noche gin tonics en Barrencalle y Somera. Muchas de las noches, al volver a casa, le proponía pasar la noche en el piso de soltero, pero siempre le rechazaba. Se disculpaba con la excusa de cuidar a los padres, pero en una ocasión vio cómo subía con un chico a su casa. Sospechaba que tenía aventuras, porque de vez en cuando oía los chirridos del somier desde su habitación. Desde entonces rompieron la relación. En realidad, para ella solo era una distracción y un capricho; era libre de estar con quien quisiera, además no soportaba que fuera tan adulador. 

Macario entró en un bucle de alcohol y antidepresivos que casi le cuesta el trabajo. Con el tiempo se recuperó, pero su odio hacia Adelfa aumentaba día a día. Era un alcohólico, asistía a las reuniones de AA pero no dejaba de beber en su piso. Los padres murieron en el pueblo y desde entonces llevaba una vida de trabajo y soledad. Su único objetivo era hacer la vida imposible a su antigua amiga. Le habían jubilado de forma anticipada con una buena paga hasta la edad oficial de retiro. 

Adelfa no había tenido necesidad de trabajar por los ahorros que le habían dejado los padres al morir, pero se había convertido en una mujer fría que solo quería hacer que Macario desapareciera de su vida y de la comunidad. Se irritaba cada día más cuando subían los vapores de los asquerosos platos de su vecino y los gritos, canciones horteras e insultos en el patio iban en aumento.

Los dos se intercambiaban improperios, pero seguían en la misma casa desde entonces. El edificio, como ellos, empezaba a tener achaques y la reforma era inminente. Los papeles de la administración tenían que cambiar de uno a otra, de modo que para limar las asperezas de años, Adelfa le ofreció una buena cazuela de bacalao al pil pil, que tanto le gustaba a Macario. 

La fecha de la convocatoria de la reunión estaba fijada con antelación, manteniendo las medidas de distancia social e higiene entre vecinos, pero Macario no bajó al portal. Al cabo de unos días, la vecina del tercero, que no había escuchado ruido durante unos días en el piso superior, tocó el timbre. Nadie abrió, pero un asqueroso tufo salía por debajo de la puerta. Avisaron a los municipales para que investigaran. Llamaron a un cerrajero y se encontraron el cuerpo en el suelo de la cocina. Solo quedaba una tajada en la cazuela.


sábado, 3 de octubre de 2020

Tom

Aquella noche había nevado con ganas. Ni en sus peores pesadillas se había imaginado algo así. ¡Qué locura! Tom corrió la cortina y miró por la ventana. La nieve llegaba hasta el junquillo podrido. Del oxidado tractor, que estaba cubierto por una gruesa capa blanca, solo se veía la cabina. En la vieja camioneta Ford que utilizaba para ir al pueblo, apenas se apreciaba su forma. El destartalado granero soportaba con dificultad la presión del peso de la nieve. Oía a los animales pedir su ración de comida. Arrastrándose, salió por la ventana para repartir el pienso, atender al ganado y vigilar la producción. Rex, el fiero perro guardián, estaba escondido entre las ruedas del remolque. Después prepararía el desayuno a sus padres.

Tom se había criado en una caravana destartalada junto al mar en Galveston. Acudía a la escuela para no perder la ayuda económica del condado, pero no le sirvió de mucho la formación y con dieciséis años, límite de la escolarización obligatoria, abandonó las clases. Por lo menos, durante ese tiempo, tenía comida caliente asegurada todos los días. Como era un chico fuerte y ágil, jugó en el equipo juvenil de rugby del centro. Solo sabía cumplir las órdenes de su entrenador: “por aquí que no pasen”. Y lo hacía a la perfección.

Sus padres, alcohólicos los dos, se dedicaban al trapicheo en toda la zona del noroeste del Golfo de México. Eran viejos conocidos de la policía y en muchas ocasiones los habían traído a casa, pero cuando perdían el conocimiento en cualquier esquina, pasaban algunas noches en el calabozo municipal. Los peores días eran los de Mardi Grass. Allí llevaban las botellas de licor casero de cereales -robados-, que fabricaban en el alambique clandestino del cobertizo, incluso los mezclaban con hierbas aromáticas que cogían en las cunetas. A Tom le encargaban de vigilar el proceso y del filtrado. Para embotellarlo no le necesitaban. Las botellas se las quitaban de las manos en cuanto abrían el maletero de la ranchera. Era un gran negocio, pero en vez de ahorrar lo que ganaban, lo gastaban en emborracharse. 

Cuando llegaban a casa Tom los atendía. Muchas veces no sabían ni dónde estaban. Hacían sus cosas en el suelo de sintasol de la cocina o en el cubo de la basura. Eran una piltrafa. La caravana siempre olía a vómito y whisky. Una de las noches les dijo que si no asistían a las reuniones de Alcohólicos Anónimos en Ursuline Street, él los abandonaría. Cumplieron su palabra un mes, pero dejaron de ir porque a un local parroquial solo iban desesperados, argumentaban, y ellos no estaban en esa situación. Además, odiaban todo lo que tuviera que ver con la iglesia. Pero lo peor era que si no bebían se ponían tristes y empezaban a pensar. Y como ellos decían, bebían para no pensar en esa voz interior.

El día que se marchó de casa sus padres dormían la mona tirados en el suelo del cobertizo. Se habían bebido las últimas botellas de aguardiente escondidas. El aire caliente del Golfo lo acompañó hasta la parada del autobús. Había nubes negras de tormenta que venían del mar y se oían los móviles de conchas colgados en los balcones cuando ingresó en la oficina de alistamiento del ejército. Al cumplir los dieciocho entró a formar parte del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. En un viaje con la escuela de primaria visitaron una base militar en San Antonio y desde entonces lo tenía pensado. En el último curso era el encargado de izar y arriar la bandera todos los días.

Después del periodo de formación, donde tuvo que superar todo tipo de pruebas, lo destinaron a una unidad que tenía orden de intervenir en Afganistán. En octubre de 2001, el presidente Bush había dado la orden de invadir el país por miedo a la amenaza de los talibanes. Allí conoció al sargento Clarke, su segundo padre, un hombre recto y de difícil carácter, por el que estaba dispuesto a dar su vida si fuera necesario. En alguna ocasión se la salvó. Era su mano derecha, acataba todas las órdenes que recibía, por muy descabelladas que fueran. Cometieron muchas atrocidades durante aquel tiempo. En una de las noches de misión en patrulla por las estrechas carreteras de montaña del país siguiendo el rastro de unos traficantes de opio, le dijo que para conseguir la felicidad terrenal debía cumplir dos requisitos: buen apetito y ningún escrúpulo. El sargento los seguía a rajatabla, decía, y no le iba mal. Desde ese momento Tom no olvidó el consejo. 

Al regresar a casa, después de licenciarse, su madre, que vivía del dinero que le enviaba, estaba muy deteriorada. Tom había comprado el terreno donde vivían y construyó una pequeña casa en el antiguo cobertizo, pero al poco tiempo ella murió. El padre falleció unos meses después de haberse alistado. Acudió a varios homenajes a los veteranos en Houston, pero a pesar de haber defendido a su país en la guerra contra Al Qaeda no encontraba ningún trabajo. Pasaban los meses, el dinero para la barbacoa y las cervezas con los amigos estaba próximo a terminarse y su estado anímico se tambaleaba. Incluso intentó poner en funcionamiento el viejo alambique que ahora guardaba en el garaje.

Uno de los días apareció por la finca en un BMW deportivo Andrew, al que no había visto desde el colegio. Habían jugado en el equipo y era uno de los traficantes de droga y personas entre México y Texas. Tom ya había tenido contacto con los estupefacientes en la base de Kabul. El continuo estado de ansiedad en el que vivía solo podía soportarlo con el consumo. Tenía dinero, dentro del ejército obtenía todo lo que necesitaba y podía salir a las zonas seguras para relajarse, comer y fumar hierba. Como era experto en manejar armas le propuso unirse a la banda.

El dinero desde entonces entraba en su vida a raudales. Los excesos y el consumo de cocaína empezaban a pasarle factura. Los jefes le llamaban con frecuencia para las operaciones porque no tenía escrúpulos con nada. Tanto disparaba contra la policía de fronteras si estaba en apuros, como no dudaba en asesinar a los migrantes que no cumplían las normas. 

Uno de los días hubo un enfrentamiento con otra banda por controlar el territorio. Se dispararon durante horas con armas automáticas. La mayoría murieron, entre ellos Tom, que ya no tuvo que cumplir con ninguno de los dos requisitos.


Nueva Zelanda. Isla Sur (11)

Antes de ir al aeropuerto de Christchurch, donde finalizamos este fantástico viaje por Nueva Zelanda, nos dirigimos a Akaroa. El puerto de A...