sábado, 3 de octubre de 2020

Tom

Aquella noche había nevado con ganas. Ni en sus peores pesadillas se había imaginado algo así. ¡Qué locura! Tom corrió la cortina y miró por la ventana. La nieve llegaba hasta el junquillo podrido. Del oxidado tractor, que estaba cubierto por una gruesa capa blanca, solo se veía la cabina. En la vieja camioneta Ford que utilizaba para ir al pueblo, apenas se apreciaba su forma. El destartalado granero soportaba con dificultad la presión del peso de la nieve. Oía a los animales pedir su ración de comida. Arrastrándose, salió por la ventana para repartir el pienso, atender al ganado y vigilar la producción. Rex, el fiero perro guardián, estaba escondido entre las ruedas del remolque. Después prepararía el desayuno a sus padres.

Tom se había criado en una caravana destartalada junto al mar en Galveston. Acudía a la escuela para no perder la ayuda económica del condado, pero no le sirvió de mucho la formación y con dieciséis años, límite de la escolarización obligatoria, abandonó las clases. Por lo menos, durante ese tiempo, tenía comida caliente asegurada todos los días. Como era un chico fuerte y ágil, jugó en el equipo juvenil de rugby del centro. Solo sabía cumplir las órdenes de su entrenador: “por aquí que no pasen”. Y lo hacía a la perfección.

Sus padres, alcohólicos los dos, se dedicaban al trapicheo en toda la zona del noroeste del Golfo de México. Eran viejos conocidos de la policía y en muchas ocasiones los habían traído a casa, pero cuando perdían el conocimiento en cualquier esquina, pasaban algunas noches en el calabozo municipal. Los peores días eran los de Mardi Grass. Allí llevaban las botellas de licor casero de cereales -robados-, que fabricaban en el alambique clandestino del cobertizo, incluso los mezclaban con hierbas aromáticas que cogían en las cunetas. A Tom le encargaban de vigilar el proceso y del filtrado. Para embotellarlo no le necesitaban. Las botellas se las quitaban de las manos en cuanto abrían el maletero de la ranchera. Era un gran negocio, pero en vez de ahorrar lo que ganaban, lo gastaban en emborracharse. 

Cuando llegaban a casa Tom los atendía. Muchas veces no sabían ni dónde estaban. Hacían sus cosas en el suelo de sintasol de la cocina o en el cubo de la basura. Eran una piltrafa. La caravana siempre olía a vómito y whisky. Una de las noches les dijo que si no asistían a las reuniones de Alcohólicos Anónimos en Ursuline Street, él los abandonaría. Cumplieron su palabra un mes, pero dejaron de ir porque a un local parroquial solo iban desesperados, argumentaban, y ellos no estaban en esa situación. Además, odiaban todo lo que tuviera que ver con la iglesia. Pero lo peor era que si no bebían se ponían tristes y empezaban a pensar. Y como ellos decían, bebían para no pensar en esa voz interior.

El día que se marchó de casa sus padres dormían la mona tirados en el suelo del cobertizo. Se habían bebido las últimas botellas de aguardiente escondidas. El aire caliente del Golfo lo acompañó hasta la parada del autobús. Había nubes negras de tormenta que venían del mar y se oían los móviles de conchas colgados en los balcones cuando ingresó en la oficina de alistamiento del ejército. Al cumplir los dieciocho entró a formar parte del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. En un viaje con la escuela de primaria visitaron una base militar en San Antonio y desde entonces lo tenía pensado. En el último curso era el encargado de izar y arriar la bandera todos los días.

Después del periodo de formación, donde tuvo que superar todo tipo de pruebas, lo destinaron a una unidad que tenía orden de intervenir en Afganistán. En octubre de 2001, el presidente Bush había dado la orden de invadir el país por miedo a la amenaza de los talibanes. Allí conoció al sargento Clarke, su segundo padre, un hombre recto y de difícil carácter, por el que estaba dispuesto a dar su vida si fuera necesario. En alguna ocasión se la salvó. Era su mano derecha, acataba todas las órdenes que recibía, por muy descabelladas que fueran. Cometieron muchas atrocidades durante aquel tiempo. En una de las noches de misión en patrulla por las estrechas carreteras de montaña del país siguiendo el rastro de unos traficantes de opio, le dijo que para conseguir la felicidad terrenal debía cumplir dos requisitos: buen apetito y ningún escrúpulo. El sargento los seguía a rajatabla, decía, y no le iba mal. Desde ese momento Tom no olvidó el consejo. 

Al regresar a casa, después de licenciarse, su madre, que vivía del dinero que le enviaba, estaba muy deteriorada. Tom había comprado el terreno donde vivían y construyó una pequeña casa en el antiguo cobertizo, pero al poco tiempo ella murió. El padre falleció unos meses después de haberse alistado. Acudió a varios homenajes a los veteranos en Houston, pero a pesar de haber defendido a su país en la guerra contra Al Qaeda no encontraba ningún trabajo. Pasaban los meses, el dinero para la barbacoa y las cervezas con los amigos estaba próximo a terminarse y su estado anímico se tambaleaba. Incluso intentó poner en funcionamiento el viejo alambique que ahora guardaba en el garaje.

Uno de los días apareció por la finca en un BMW deportivo Andrew, al que no había visto desde el colegio. Habían jugado en el equipo y era uno de los traficantes de droga y personas entre México y Texas. Tom ya había tenido contacto con los estupefacientes en la base de Kabul. El continuo estado de ansiedad en el que vivía solo podía soportarlo con el consumo. Tenía dinero, dentro del ejército obtenía todo lo que necesitaba y podía salir a las zonas seguras para relajarse, comer y fumar hierba. Como era experto en manejar armas le propuso unirse a la banda.

El dinero desde entonces entraba en su vida a raudales. Los excesos y el consumo de cocaína empezaban a pasarle factura. Los jefes le llamaban con frecuencia para las operaciones porque no tenía escrúpulos con nada. Tanto disparaba contra la policía de fronteras si estaba en apuros, como no dudaba en asesinar a los migrantes que no cumplían las normas. 

Uno de los días hubo un enfrentamiento con otra banda por controlar el territorio. Se dispararon durante horas con armas automáticas. La mayoría murieron, entre ellos Tom, que ya no tuvo que cumplir con ninguno de los dos requisitos.


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