martes, 8 de diciembre de 2020

El amuleto de plata

Desde hacía unos meses Susana vivía sola en el apartamento que alquiló cuando se separó de Mario. Había pasado una mala temporada, pero con los ahorros que tenía anteriores a casarse podía pagar la vivienda en una buena zona del centro. Allí en la ciudad, al final, se conocían todos, su familia había tenido un comercio de muebles y eran socios del casino. Le daba apuro bajar a la calle y encontrarse con alguien conocido. No quería dar explicación alguna. No le interesaban muchas cosas, tenía algunos buenos amigos y casi no iba a las tiendas para hacer los recados. Fatou, la chica senegalesa, le traía todo lo que necesitaba. El resto de vecinos de la casa vivía cada uno a su aire, apenas conocía a Carmen, la vecina mayor de al lado, y el portero le recogía a diario la bolsa de la basura. 

Justo antes de que empezara todo, había pasado el fin de semana en el piso de sus padres en la costa. La radio de la cocina, mientras miraba al mar, anunciaba la aparición de una contagiosa enfermedad y decidió volver. Llovía aquella tarde con intensidad y comenzaba a anochecer. Los últimos fríos del invierno se metían en los huesos. Se subió el cuello de la gabardina, puso la calefacción del vehículo y aceleró para llegar cuanto antes. Todavía no habían cambiado la hora y las calles estaban desiertas el domingo por la tarde. Aparcó, encendió las luces de la escalera, subió a pie y entró en casa. Antes de meterse en la cama dejó encendida la lamparita de la entrada.

Entonces llegó la prohibición de salir de casa. A Susana no le importaba demasiado la medida que habían tomado las autoridades porque estaba acostumbrada a estar sola, aunque, a pesar de todo, quería a alguien con quien estar. El fracaso de su matrimonio no le quitaba las ganas de rehacer su vida. 

A veces pasaba a su terraza el gato de la vecina. Cuando Carmen lo llamaba, hablaban un rato de cosas banales entre ellas, pero era un respiro. Se evadía de la realidad por unos momentos. Le dijo que era viuda y que vivía en el edificio desde que llegaron del pueblo. Otro día le pasaba un bizcocho o unas croquetas. Sin embargo, a medida que transcurrían las semanas de aquella pesadilla le empezaron a aparecer los primeros síntomas de claustrofobia. Se acordó del día cuando sor Lucía, en el colegio, la dejó castigada en el cuarto de la limpieza. Lo único que escuchaba era el ruido de las uñas de los ratones sobre el suelo de madera. La oscuridad y el frío de aquel lugar se le metieron en el cuerpo como un veneno sin antídoto. Tenía las manos metidas en los bolsillos de falda y apretaba un pequeño amuleto de plata que todavía conservaba. Se preguntaba en aquellos angustiosos momentos si le alcanzaría el oxígeno para respirar, si podría sobrevivir, si en algún momento saldría de allí. Nunca contó nada de aquel terrorífico episodio. Desde entonces sentía fobia a los espacios cerrados. Cuando sus amigas proponían ir al cine alguna tarde, siempre buscaba alguna disculpa para no quedar. Sentía que no podía enfrentarse a ese temor descomunal. Sabía el origen de su miedo, creía que lo tenía dominado, pero había vuelto a aparecer. 

El confinamiento en el espacio cerrado del piso suponía una limitación de movimientos, se sentía atrapada y el aire le faltaba. Conocía las consecuencias negativas que ya había sentido otras veces: palpitaciones, temblores, sofocos, sudoración, dolor de estómago, confusión... Con seguridad, pensaba, todos esos síntomas desaparecerían en cuanto terminara la situación para no enfrentarse de nuevo a aquello que temía. Debía protegerse de la ansiedad que la consumía. 

Pero empezó a tomar anfetaminas para poder estar despierta por las noches, porque comenzaba a tener somnifobia y creía que no podría despertar nunca. Su cuerpo y su mente notaron los efectos derivados de los problemas provocados por los trastornos de sueño. Deambulaba por el piso como un autómata. Había dejado de asearse y apenas comía. Había puesto la cama junto a la ventana para respirar cuando sentía que se ahogaba.

Cuando la situación mejoró, Carmen intentó que bajaran juntas a pasear, pero apenas pudo poner una disculpa, la ansiedad que ahora le producían los espacios abiertos le impedía moverse de su sitio. Solo accedió a pasar a su casa para tomar un café. Le costó arreglarse, se cepilló el pelo, se puso unos zapatos de tacón bajo y besó el amuleto de plata. 


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