sábado, 26 de septiembre de 2020

La casa de Miguel


Hace unos años visité la Casa Museo de Miguel Hernández en Orihuela. Recorrer las calles que pisó el poeta, mientras el sol caía sin piedad, me transportó al paisaje árido que rodeaba a Miguel durante su niñez y adolescencia. Aquel viaje fue el viaje del descubrimiento del autor de Nanas de la cebolla. 

Cercana a la casa estaba el majestuoso Colegio Santo Domingo de los jesuitas, donde estudió hasta los quince años, que fue cuando abandonó las aulas para ayudar a su padre como pastor de cabras. Mientras cuidaba el rebaño leía a escondidas del progenitor y escribía sus primeros versos. Los libros fueron su principal fuente de educación, convirtiéndose en una persona autodidacta.

Allí vivió con su familia desde 1914 hasta 1934 antes de marcharse a Madrid. La casa era una explotación ganadera como muchas otras a principios del siglo XX. Se conservaba el mobiliario y ajuar doméstico típico de las viviendas tradicionales oriolanas, junto a fotografías de distintos momentos de la vida del poeta y recuerdos de la familia.


La casa, pegada al terreno en pendiente, se dividía en el patio con un pozo, el corral del ganado, el comedor, la salita, la habitación de los padres, la de las hermanas (Elvira y Encarna), la cocina, la alcoba que compartía con su hermano Vicente y el huerto con la higuera en la que solía apoyarse Miguel para escribir y a la que dedicó algunos poemas, “volverás a mi huerto y a mi higuera”, así como a las palmeras del cercano Palmeral de San Antón a los pies de la Sierra de Orihuela “la palmera levantina, la columna que camina”.
Después me acerqué hasta la calle Ramón Sijé, uno de sus grandes amigos, con el que formó parte de la tertulia literaria oriolana, al que dedicó Elegía: “Yo quiero se llorando el hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas/ compañero del alma, tan temprano”.
Aunque eran dos personas muy diferentes en sus ideologías políticas, los unió una fuerte amistad y su gran interés por la poesía. Sus primeras publicaciones aparecieron en la revista de su amigo, El Gallo Crisis, y su primer libro, Perito en lunas, editado en 1933.
En 1934 fue a Madrid, donde al principio pasó mucha necesidad, pero allí comenzó a publicar en la revista Cruz y Raya. Trabajó como redactor en el diccionario taurino El Cossío y en las Misiones pedagógicas de Alejandro Casona. Escribió en estos años los poemas: El silbo vulnerado, Imagen de tu huella, y el más conocido: El Rayo que no cesa (1936).
Cuando llegó la Guerra Civil, se afilió al Partido Comunista y se alistó en el ejército republicano. Durante el conflicto bélico se dedicó a una actividad propagandística y durante ese periodo escribió sus poemarios políticos: Viento del pueblo y El hombre acecha. En 1937 se casó con Josefina Manresa, con quien vivió poco tiempo, pues al finalizar la Guerra con la victoria del bando franquista, fue condenado a muerte, aunque la pena fue conmutada por la de treinta años. Sin embargo, murió de tuberculosis en el penal de Alicante en 1942.
Joan Manuel Serrat, dentro de su álbum Miguel Hernández, en 1972, junto con otras canciones basadas en otros trabajos del poeta puso música a: Para la libertad, La boca, Umbrío por la pena, Nanas de la cebolla (escrita en la cárcel y dedicada a su mujer y su hijo que solo tenían para comer pan y cebolla), Romancillo de mayo, El niño yuntero, Canción última, Llegó con tres heridas y Menos tu vientre: Menos tu vientre/ todo es oscuro. Menos tu vientre/ claro y profundo.


jueves, 24 de septiembre de 2020

Carola se ilumnina


El pasado martes se inauguró el proyecto lumínico artístico “Carolaren Arima” de Itsasmuseum Bilbao financiado por Obra Social BBK y la Diputación. Una iniciativa que une arte, tecnología y patrimonio industrial de Bizkaia. La iluminación de la grúa Carola permite ofrecer un elemento cultural atractivo y contemporáneo que persigue poner en valor el patrimonio y la memoria industrial de Bizkaia, indican responsables del museo.

La Carola, que estuvo en activo hasta el cierre del astillero Euskalduna, es la única grúa que permanece en Bilbao cuya función fue la construcción naval. Lleva ahí desde los años 50.

Su nombre se debe a una mujer de Deusto, que cruzaba todos los días la ría en el bote para ir a trabajar.

Su belleza hacía parar el trabajo de los obreros que se quedaban mirándola.

Se cuenta en Deusto que el gerente de Euskalduna propuso pagarle un taxi porque le salía más barato que parar la producción, pero ella no aceptó y siguió cruzando la ría como siempre.

La grúa Carola era utilizada en la construcción de barcos para los astilleros Euskalduna. Con una altura de 60 m, esta grúa cigüeña de 30 toneladas salió de los Talleres de Erandio, S.A. En su momento fue la de mayor potencia de las fabricadas en España, y la primera en atender los trabajos de prefabricación y montaje de bloques en grada que se instaló en Bilbao.



sábado, 19 de septiembre de 2020

El héroe

John Ugalde era un héroe. Un héroe de verdad, marine del USS Utah, torpedeado en Pearl Harbor en la isla de Oahu. Sobrevivió al ataque y luchó en Okinawa, en Japón, en una de las más importantes batallas en el Pacífico durante la II Guerra Mundial. De allí trajo una bandera militar del Sol Naciente. Después de cinco meses de convalecencia en un hospital regresó a casa. 
De origen vasco, su familia emigró a Idaho en el siglo XIX. Su padre era veterano de la I Guerra Mundial. Se dedicaban al pastoreo en las montañas de Boise hasta que empezó el conflicto. John siguió los pasos de su idolatrado aita, al que recordaba con cariño cuando contaba junto al fuego en el rancho las batallas en las que había participado y los amigos que había hecho. Se alistó en el Cuerpo de Marines a los veinte años después de cursar dos años de universidad, con el propósito de vivir nuevas aventuras y conocer otros países. Realizó los cursos de teniente en la academia militar para luego hacerse cargo de un pelotón de jovencísimos reclutas. Embarcó lleno de ilusiones y nerviosismo en el buque de guerra en dirección al Pacífico. Se licenció condecorado con la medalla al valor y con el grado de capitán.
Al regresar a casa nos reunió en el taller de autobuses, donde trabajaban sus amigos. Allí estaban Michael, el mecánico, Eddie y su hijo David, el señor Houston, el cobrador, el ayudante Tony y yo, su sobrino Paul. Le adorábamos con aquel uniforme caqui que le sentaba como un guante, la gorra de plato y la bandera de Japón en las manos. Nosotros entonces nos moríamos de ganas por conocer las batallas en las que había participado y los lugares que había conocido. Tenía una voz desgastada y lenta como si fuera una persona mayor. A todos nos transmitía un sentimiento de tristeza por los compañeros que habían muerto y por las encarnizadas batallas en las que había participado.

-Cuéntanos cuando estuviste tres días seguidos en la trinchera sin poder salir por el ataque de los japoneses -le dijo Michael.
-Prefiero no recordar aquellos días. Había muchos compañeros que estaban heridos y no podían ser evacuados. No os imagináis cómo eran las noches llenas de gritos y lamentos. Era para volverse loco. El frío en las colinas nos invadía y las granadas caían sin cesar. Tenía a mi cargo un pelotón de hombres que luchaban por su país, pero que no nos llegaran refuerzos, les desesperaba. De verdad, las guerras solo traen desgracias y vidas rotas. 
-¿Cómo eran los permisos cuando no estabais en el frente?
-Mira, Eddie. Nos llevaban a la ciudad y lo único que hacíamos era beber whisky y emborracharnos con la paga que nos daban. Sí, había fiestas y drogas, y las chicas venían a la residencia de oficiales. Nos divertíamos, incluso conocí a una preciosa chica hawaiana de la que me enamoré, pero ahora quiero olvidar.
-¿Cómo manteníais la moral alta? -preguntó el señor Houston.
-Cuando recibíamos noticias de casa era el mejor momento. Los primeros meses fueron muy duros. Solo pensábamos en volver, pero mientras estábamos en el cuartel manteníamos un buen ánimo.
-¿Qué le sucedió a la chica? -quería saber Tony.
-Se llamaba Kiana y vivía en una aldea cerca de la base naval. Pero una noche, cuando estaba de permiso cenando con ella en un restaurante, un soldado borracho disparó su revólver en plena calle y le alcanzó una bala.

Mi tío siempre había sido un hombre alegre, pero en aquel momento enmudeció y la tristeza inundó el taller. Al cabo de unos meses encontró trabajo en el Bank of Idaho y pasó allí su vida hasta su jubilación.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Manuel

 Después de una jornada de trabajo en la fábrica a Manuel le gustaba darse una ducha. Subió sudando las escaleras de la pensión hasta su cuarto. Se quitó la ropa y abrió el grifo. Doña Juana, la dueña, tenía controlado el consumo de agua caliente, así que debía darse prisa. Subía por el patio un tufillo a podrido de las viejas cañerías, pero a través de la cristalera, mientras se enjabonaba, podía ver las ventanas de los pisos de enfrente. El agua templada le traía recuerdos de su casa en el pueblo. Allí no había calentador de gas butano, pero su madre le preparaba, después de llegar de trabajar en el campo, dos cubos de agua calentados en la cocina de carbón que le parecían el mayor placer del mundo. Salió de la ducha y se puso la muda limpia. En una de aquellas ventanas se encendió una bombilla y pudo ver la silueta de una chica joven mientras se desnudaba. La luz de la tarde parecía una tela de araña que se iba apoderando de los pisos interiores. Sonaba de fondo la música de alguna novela radiofónica de la tarde que iba y venía, así como los silbidos de las bandadas de vencejos. En la mesilla había dejado la carta que le había entregado la dueña al llegar. Se sentó frente al ventanal, de cara a la fachada de la otra casa. Allí seguía ella, pero ahora se había puesto un camisón y estudiaba a la luz de un flexo. La tarde caía con su color amarillo, carnoso, como la piel de un melocotón maduro. Manuel miraba con disimulo hacia la otra casa cuando se cruzaron las miradas. Un breve saludo le bastó para saber que era la mujer de su vida. La carta seguía allí, sobre la mesilla. La cogió, la olfateó y se fijó en la letra. Era la letra de su hermana. “Querido hijo…” Todos estaban bien le decía su madre y contentos de que tuviera un futuro en la cuidad. Le aconsejaba que se portara bien y que no se distrajera con nada. También añadía que su padre le esperaba en agosto para recoger la cosecha.

Entró por la ventana el olor de los geranios de la vecina mezclado con el aroma de la sopa de ajo que preparaba para la cena. En la casa de la chica se encendió la bombilla de filamentos de la cocina cuando su madre se preparaba para poner la chapa. El patio revivía al prenderse las débiles luces amarillas o blancas de los pisos. Se oían las voces de las madres llamando a los hijos y un niño de mantas lloraba pidiendo su comida. Antes de ir al comedor de la pensión consiguió que ella le mirara y con gestos le pidió que se encontraran en la calle después de cenar. La primavera inundaba el ambiente y los bares de la calle invitaban a pasar un rato a la fresca.

 

Quedaron aquella noche por los bares del barrio. Tenía que volver a casa a las diez, porque sus padres eran muy estrictos. Le dijo que estudiaba Magisterio en la universidad y que estaba a punto de acabar. Había sin duda algo en ella que cautivaba a Manuel. ¿Qué pensaría ella de este encuentro? ¿Había sido demasiado atrevido al proponerle que bajaran a la calle? ¿Qué dirían sus padres al saber que había conocido a una chica? Siempre le decían que era un precipitado, un aventado, que hacía los cosas sin pensar corriendo de un lado para otro sin parar. Tan pronto estaba en el río, como cazando pájaros o azuzando a los perros de los corrales. Recordaba el lamento de melancolía de su madre cuando decía que no sabía cuándo iba a madurar su hijo. Acordaron volverse a ver el próximo sábado.

La cita no llegó a producirse. Al día siguiente se enteró, como todos los vecinos. Manuel era muy apreciado por los compañeros en la fundición. Estaba siempre dispuesto a ayudar. Era el chico que valía para todo. Una de las piezas que habían fabricado necesitaba de la ayuda de varios obreros para subirla al camión. Con mucha precaución fueron colocándola en la plataforma, pero al quitar el último apoyo, se desplazó y aplastó a Manuel.

 

Segundo final

La cita llegó a producirse, pero unas semanas más tarde. Al día siguiente se enteró, como todos los vecinos. Manuel era muy apreciado por los compañeros en la fundición. Estaba siempre dispuesto a ayudar. Era el chico que valía para todo. Una de las piezas que habían fabricado necesitaba de la ayuda de varios obreros para subirla al camión. Con mucha precaución fueron colocándola en la plataforma, pero al quitar el último apoyo, se desplazó y aplastó un brazo a Manuel. Le llevaron al hospital y allí consiguieron reconstruirlo.

domingo, 6 de septiembre de 2020

Nuevo final

 Ana Larrea durmió mal aquella noche. Durante el viaje en Metro de madrugada le había distraído de su angustia la conversación con su amiga Olatz cuando volvían a casa después de cenar con unas amigas en el centro. Algunos noctámbulos dormitaban en los asientos, mientras varios jóvenes, sentados en el suelo, hablaban a voces excitados por el alcohol. Al salir al exterior se habían despedido, pero antes le había confesado que verse obligada a elegir entre ambos se le hacía arduo.

Mientras caminaba hacia casa por las calles silenciosas y recién regadas, ya había tomado la decisión. Estaba agotada por el trabajo estresante en el hospital, a pesar de que había tenido una semana de vacaciones. Si lo llega a saber habría renunciado a disfrutarlas, bueno no, así tomaba distancia del doctor Garay. Llevaba toda la semana de acá para allá. Su madre se había puesto enferma y había tenido que ir a atenderla. Como era enfermera, sus hermanos se desentendían; había subido a la ikastola para hablar con la tutora de Peru, porque llevaba una temporada un poco descentrado; su marido, siempre ocupado, no podía hacerse cargo de las tareas cotidianas y mucho menos de las compras del súper, pero la nevera tenía que estar llena siempre. Para rematar la semana, la reunión de la comunidad con la propuesta de cambiar el ascensor. Menos mal que había quedado para cenar, eso la compensaba.

De los tugurios, a ráfagas, salían relámpagos de luz y, de vez en cuando, humo, canciones, broncas, parejas abrazadas, confiadas, desinhibidas. Tuvo la tentación de terminar la noche en uno de aquellos, pero de repente, oyó, como una amenaza, el taconeo seco y firme de una mujer que se le acercaba por la espalda. Se preparó para defenderse, cogió del bolso el espray para ahuyentar perros, pero cuando estuvo a su altura giró la cabeza y la miró a los ojos. Descubrió a Laura, una antigua amiga del colegio con la que hacía años que no se veía y con la que había pasado muy buenos ratos durante su adolescencia, en casa de una o de la otra. Las dos se sorprendieron y se abrazaron de inmediato. El frío de la noche las empujó a entrar en uno de los locales de música rock & roll. La gente allí reunida a esas horas de la madrugada era de su quinta, todos talluditos y con ganas de rollo. Tuvieron que espantar a varios moscones cuando tomaban una copa y aunque era imposible hablar disfrutaron del ambiente que casi tenían olvidado. Como no querían irse a casa terminaron en un after a las siete de la mañana. A esa hora de las confesiones, Laura le dijo que se había acostado con muchos hombres pero que no repetía con ninguno. Le reconoció que se arrepentía de su distanciamiento con ella. Ana se quedó bastante tocada con la nueva aparición de Laura en su vida. Se pasaron los números de los móviles para volver a quedar.

Al día siguiente tenía que ir trabajar y enfrentarse a la situación que estaba viviendo durante meses con el doctor Garay. No quería prolongar más el asunto y aunque tenía pensado decirle que no podían seguir, no llegó imaginarse que él estuviera esperándola en la consulta para pedirle que se fueran juntos un fin de semana, con la excusa de una guardia de dos días seguidos. Se había puesto su mejor traje, estaba tan perfumado que atufaba y traía una rosa para entregársela. Su ridículo comportamiento le hizo sentir vergüenza ajena. Ana rechazó la propuesta con elegancia y desde entonces se distanciaron. La misma situación había sentido Ana cuando en COU le propuso a Laura que se fueran un fin de semana al apartamento que tenían sus padres en la costa y, por supuesto, la había rechazado.

La madre de Ana siempre le decía que pensara en el día de mañana. Pero el día de mañana nunca llegaba como ella se lo había imaginado. Sin compromisos, sin ataduras, con libertad para decidir con quién quería estar. Había momentos en su vida de los que no estaba orgullosa, sobre todo en su falsa relación con los hombres. Pensar en su último episodio con el doctor Garay le dio asco; iba a resultarle muy difícil fingir lo contrario de aquí en adelante; pero quería recuperar algo de la libertad que no tenía. Nadie podía volver y empezar de nuevo, pero cualquiera podía empezar a crear un nuevo final. Como decía el novelista Robert Louis Stevenson, que Ana leía durante los años del colegio, “ser lo que somos y convertirnos en lo que somos capaces de ser es la única finalidad de la vida". Decidió hablar con su marido para romper la relación. Sabía que era una decisión difícil y dolorosa, pero era lo mejor para ellos. Con el tiempo llamaría a Laura para tratar de recuperarla.

 

 

 

Nueva Zelanda. Isla Sur (11)

Antes de ir al aeropuerto de Christchurch, donde finalizamos este fantástico viaje por Nueva Zelanda, nos dirigimos a Akaroa. El puerto de A...