Sr. Juez
Toda mi vida he sido un pobre desgraciado. Aunque mis padres eran buenas personas, siempre he tenido que valerme por mí mismo desde pequeño. Me dejaban en casa con mi abuela cuando se iban a trabajar y no regresaban hasta la noche. Estaba sorda como una tapia y se pasaba el día viendo los culebrones de la televisión. A mí ni me miraba. A veces subía el vecino de abajo y se quedaba en el salón. Cuando eso sucedía, me encerraba en la cocina. Luego me regalaba una pasta Reglero revenida, que escondía en el cuarto, y me decía que no contara nada.
Recuerdo que antes de ir a la escuela de primaria ya tenía que hacer los recados para casa. Bajaba a la panadería y entraba en la tienda de ultramarinos. A todos les hacía gracia verme tan pequeño, incluso los hombres mayores sentados en la plaza me daban caramelos y me preguntaban que, si quería, ellos me acompañaban a casa. No era consciente de lo que podía haberme pasado. Me quedaba con las vueltas, que escondía detrás del armario. Como no tenía ningún tipo de vigilancia, uno de los días estuve a punto de caer por la ventana de casa al patio de luces. Gracias a que una vecina me chilló desde su balcón me di cuenta del peligro. Aquello se me quedó grabado y desde entonces he tenido ganas de lanzarme a lo desconocido.
Cuando fui a la escuela tuve que defenderme de los mayores que siempre abusaban de los más pequeños. Nos pedían el bocadillo o lo que tuviéramos y si no teníamos nada nos zurraban. Así porque sí. Uno de los días, me rodearon varios chavales en una de las esquinas del patio y el más grande, pero el más zopenco, empezó a pegarme solo por divertirse. Me meé en los pantalones, pero en un descuido que tuvo le clavé la pequeña navaja, escondida en mi bolsillo, en el brazo. Casi no le hice nada, pero fue suficiente para que no se volvieran a meter conmigo. El incidente llegó hasta el jefe de la banda de los abusones de la escuela y me propuso formar parte del grupo.
Tenían planeado entrar en el colegio para robar en la secretaría. Me dijeron que ellos vigilaban en el exterior y que no me preocupara, que me cuidarían, que sabían que en esa parte del centro no había rejas y que al salir nos repartiríamos el botín. Con mis ganas de acceder a lo prohibido, no dudé en romper la ventana y entrar a robar. La alarma saltó cuando estaba dentro y la policía me llevó detenido al cuartelillo. Mis amigos desaparecieron y luego dijeron que no me conocían. Al llegar a casa mi padre me dio una paliza de campeonato, así que me dije que no volvería a hacer el chorra. Pero como la tentación era más fuerte que mi voluntad, hacía pequeños hurtos para mis gastos de tabaco, salir de parranda e invitar a las chicas al cine del barrio. Siempre quería lo que tenían los demás. No sé la razón, pero era así.
Cuando fui a la mili me junté con lo mejor de cada casa. Dentro del cuartel, si podía, robaba la ropa de maniobras a los compañeros para venderla a la gitana que se acercaba a la taberna donde nos cambiábamos el uniforme para salir de paseo y si afanaba algún reloj enseguida lo pulía en el Rastro. Las tardes con los compañeros en los parques del centro, para acelerar la adrenalina y hacernos los machotes, nos entreteníamos asustando a las parejas o dando una paliza al que se nos ponía chulo y por supuesto terminábamos ciegos de cerveza y coñac barato. Más de un día dormimos en el calabozo por mal comportamiento.
Al llegar licenciado a casa, después de pasar por varios empleos que no me duraron, entré a trabajar de portero en una comunidad de vecinos. La rutina del trabajo diario se me hacía cada día más cuesta arriba. En uno de los descansos, mientras me fumaba mi porro en un rincón apartado del jardín, vi que el vecino del tercero me espiaba. Sabía que vivía solo después de que murió su madre. Era un poco rarito y me propuse aprovecharme de él.
Mi hice el encontradizo en el descansillo de la planta. Me gané su confianza y me pidió que regara las macetas cuando se marchaba los fines de semana. Tenía una vivienda amplia, un poco viejuna, pero con muchos objetos caros.
Cuando unas semanas después creía que había salido hacia la casa del pueblo, entré en su casa. Pero, con tan mala suerte que todavía estaba allí. ¡Qué iba a hacer! Le di un golpe en la cabeza. Sí, lo confieso, secuestré y maté a ese hombre. Quería experimentar qué se sentía al asesinar a alguien. El asesinato que yo creía que era perfecto, fue una chapuza. Rocié el cuerpo, después de desnudarlo, con la lejía que empleaba para fregar el suelo, para eliminar pruebas. Después tiré la ropa en un contenedor y me marché a tomar copas. Pero la chica que iba a hacer la limpieza semanal encontró el cuerpo y la policía me detuvo después de comprobar las huellas en el piso y en el cuchillo jamonero.
Pero no soy malo e intentaré corregirme. Clemencia, Sr. Juez.
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