El Correo, en la sección Planes, publica un recorrido para descubrir los lugares esenciales en la trayectoria vital y artística del literato bilbaíno, que amó y detestó su ciudad con idéntica vehemencia
Siempre quiso ser poeta pero el
destino le obligó a convertirse en abogado. Hay veces que el hado decide en
contra de uno mismo. A Blas de
Otero le impuso un camino de vida material que le inclinaba
hacia la muerte intelectual. Cuando en plena adolescencia fallecían su hermano
y un padre amargado por la ruina, el futuro escritor debió hacerse cargo de la
familia. «Iba a estudiar Letras, pero un hermano que murió a los 16 años había
iniciado ya Derecho y mi familia me animó a ocupar su lugar», escribía. Antes
todo había sido distinto. Cuando el 15 de marzo de 1916 amaneció al mundo en Bilbao,
se libraba una I Guerra Mundial que empobreció a muchos y enriqueció a la alta
burguesía de una España neutral. Entre esos ricos estaba su progenitor, Armando
de Otero, a quien por entonces le iban bien los negocios del metal.
Un recorrido por su ciudad natal
acerca la figura de este gran autor. Puede realizarse guiado, para grupos, o
por libre, siguiendo los consejos de este reportaje. En ambos casos, arranca
en la calle San Agustín 1, detrás del Ayuntamiento, donde
tenían su casa los abuelos paternos, el capitán de la Marina Mercante Blas de
Otero y Melitona Murueta. Por entonces, la infancia de aquel niño era
acomodada, aunque poco duraría.
La posguerra y la depresión
económica acabaron con la holgura cuando Blas tenía solo diez años. Como
buen bilbaíno, adoraba el Nervión, junto al que paseaba con regularidad.
Por eso el siguiente punto al que dirigirse es la ría de la que escribió:
«Recuerdo/ (…) sus muelles/ grávidos de mercancías y de barcos,/ sus ocres
ondas, las gaviotas grises,/ los altos hornos negros, encarnados,/ donde el
hombre maldice...». A partir de ahí, los pasos han de dirigirse hacia las Siete
Calles, a la Plaza Nueva, Barrencalle Barrena y los soportales junto a la
corriente acuosa.
La libertad en Madrid
El poeta mantuvo una controvertida
relación de amor-odio con su ciudad, a la que dirigió duras palabras: «Te
padecí hasta el ahogo/ Bilbao: tu cielo, tus casas/ negras. Y tu hipocresía».
Marchó a Madrid tras romper las cadenas de la abogacía y decidirse a estudiar
Filosofía y Letras, pero debió regresar al caer enferma su hermana. Junto al
teatro Arriaga, frente al local que ocupó el literario café Boulevard, es
preciso recordar nuevos versos: «(…) ah este Bilbao puñetero que si no fuese porque
llueve/ nos ahogaríamos todos de aburrimiento (…)». Prefería la capital
española, a donde se había trasladado su familia en 1927. Donde descubrió la
libertad de las calles, las lecciones de toreo. Hasta que a los quince años la
muerte del progenitor le obligó a regresar.
En el número 5 de Hurtado de Amezaga, frente a
la estación, tenía su abuelo materno una consulta médica. En la misma calle
pero en el cuarto piso del 29 –entonces 30–, aguarda la casa natal con una
placa. No acaban ahí las paradas de esta avenida. En el 52 su padre construyó
una casa donde Blas residiría hasta los diez años. Enfrente, toma relevancia La
Quinta Parroquia. Allí hizo su primera comunión. «(…) de blanco
y azul, pero tan angustiada, tan atosigante de bandas sobre el traje marinero,
velas, velos y azucenas, que maldita la falta que hacían». Bilbao era por
entonces una ciudad tradicional, «Ciudad llena de iglesias/ y casas públicas,
donde el hombre es harto/ y el hambre se reparte a manos llenas./ Bendecida
ciudad llena de manchas/ plagada de adulterios e indulgencias:/ ciudad donde
las almas son de barro/ y el barro embarra todas las estrellas».
También en
Hurtado de Amezaga, frente al número 36, espera el que fuera
domicilio familiar entre 1934 y 1945. Se instalaron a su regreso de la capital
española, tras quedar en ruina. En el antiguo hogar hoy derribado estudiaba
Derecho sin ganas y con la premura de la necesidad económica. «Mi cocina en
Hurtado de Amézaga 36 contribuyó a la evolución de mi ideología. (Hoy recuerdo
aquella cocina como un santuario, algo así como Fátima con carbonilla)».
«Te amo desoladamente»
Con los años Blas destacará en la
poesía. Vivirá en París donde conoce a exiliados españoles comunistas de
quienes asume la interpretación marxista de la historia. Desea una sociedad
basada en la justicia y la dignidad para todos. Encuentra así la justificación
moral para su oficio de poeta. Quiere hablar aunque se lo impiden. Censuran sus
poemas. Hieren el fruto de su pluma. La siguiente parada recala en Alameda
Rekalde 70, casa de la madre, Concepción Muñoz, donde habita la
familia desde 1946.
Allí dio clases a alumnos de
Derecho. Allí regresaba tras largos viajes emprendidos desde 1956 hasta que en
1964 se traslada a Cuba, donde inicia un matrimonio frustrado. Vuelve para instalarse
definitivamente en Madrid, en 1968. Y en esa ciudad el caprichoso destino
provoca un encuentro con una novia bilbaína de juventud, Sabina
de la Cruz, su futura esposa.
En la calle
Egaña finaliza el paseo. Un busto del poeta recuerda su
presencia. Así permanece en esta ciudad a la que finalmente rindió pleitesía.
«De joven te ataqué violentamente. (…) Te amo desoladamente desde Madrid,
porque sólo tú sostienes mi mirada, das sentido a mi vida». Una vida que
finalizaba el 29 de junio de 1979 tras dejar versos inolvidables.
Una segunda ruta
dedicada al autor acerca hasta Orozko. Allí se desenvolvió la familia materna,
al amparo de la abuela Josefa Sagarmínaga. Las faldas del Gorbea eran para Blas
el «valle de mi adolescencia», la querencia al campo, a la memoria de los
antepasados y los primeros pasos en el amor. Comienza en el puente y la plaza
del Ayuntamiento, por donde deambulaba «los días de sol y fiesta». Para derivar
a la ermita de Santa Marina y al panteón familiar, en el cementerio de San
Juan. En el frontón tendió «diariamente los músculos de muchacho». El río fue
lugar de juegos, «donde me bañé de niño, piedras rodadas, guijos como anillos,
chopos tintineantes, líricos atardeceres amarillos».
Pero el enclave más
importante es, sin duda, la casa-palacio Ugarte –o de Cantarrana–, hogar de sus
abuelos José Ramón y Josefa, doña Pepita. Con el huerto repleto de «cerezas
coloradas, manzanas reinetas, príncipes peras y breves violetas, con una gran
gota de almíbar temblando sobre la hierba». La galería encima del jardín. La
biblioteca del abuelo médico y el dormitorio de Blas, donde pasaba horas
mirando la cima de Santa Marina, «la falda de la montaña infantil, de ramas
tiernas, helechos, espliegos, hierbas aromáticas, y una gran nube blanca
coronándole la cabeza».
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