domingo, 31 de mayo de 2020

Amor por la tortilla francesa

Ayer por la noche cené una tortilla francesa. En ese momento me acordé de los días de mi niñez, cuando era habitual tomar en las casas ese manjar sencillo y sobrio. Me dije, ahí tengo mi columna periodística. No se ha escrito nada que merezca la pena sobre ella, ni una triste poesía, ni un entremés, ni una novelita. Gran olvido. De los huevos de gallina se ha escrito en abundancia. Hace unos años tenían sus detractores, porque estaban ligados a un aumento importante del colesterol en la sangre. Pero ahora los nutricionistas alaban sus propiedades en una dieta saludable por el aporte de nutrientes, los cocineros insisten en la versatilidad del producto y los críticos gastronómicos halagan sus cualidades para disfrute de los paladares, además de ser baratos. Pero de la tortilla francesa no se ha dicho nada en los grandes libros de gastronomía ni los chefs estrella dicen una palabra. Y ahí están las pobres para solucionarnos la cena. A mi madre no le gustaba que comiéramos nada antes porque decía que se nos quitaba el apetito. Cuando oíamos batir los huevos en el plato de duralex para freírla en la pequeña sartén de hierro, enseguida se nos removían los jugos gástricos. No te digo nada si además llegaba el olor desde la cocina a todo el piso. Mi padre llegaba justo a lo hora que mi madre nos llamaba para ir a sentarnos a la mesa mientras sonaba en la radio el programa de Matilde, Perico y Periquín en la Cadena SER.
Un trozo de pan para acompañar y untar bien el plato, además de un poco de lechuga  y cebolleta de la huerta que teníamos junto al río, era una gozada. Recuerdo la cesta de alambre con los huevos siempre en la fresquera. A veces mi madre me mandaba a comprarlos a la huevería de Mari que los traía de una granja de Bakio. Ahora recuerdo, a modo de anécdota, que el escritor Ramiro Pinilla, durante muchos años, vivió de la venta de huevos del gallinero que tenía en el cobertizo detrás de su casa “Walden” en Getxo.
Cuando mi madre las hacía con un poco de bonito de lata era ya una fiesta. Los hermanos mirábamos que ninguno tuviera más que el otro, porque entonces se armaba un barrullo considerable. Si uno de nosotros se ponía malito, entonces le añadía un poco de jamón york o queso en lonchas y mejoraba con rapidez. En el tiempo de la cosecha de los guisantes, como en la huerta salían todos a la vez, la comíamos con desgana. Sin embargo, si la degustábamos con pimientos asados en el horno de casa o con relleno de bechamel y tomate por encima, era el sumun del placer.
Los domingos, al ir al monte con los amigos, siempre nos preparaban en casa el bocadillo de tortilla y si teníamos suerte, y llevaba un poco de chorizo, era gloria bendita. Aquello era la envidia de la cuadrilla. Una casa sin huevos para hacer tortilla, no es un hogar. Ahora, ya de mayor, desayunar los domingos una buena tortilla francesa y un café rico es la felicidad plena. La tortilla francesa, como las francesas, es una cuestión aparte.


jueves, 28 de mayo de 2020

La chica del bar

Juan pidió una caña y vio por primera vez a la chica sentada a una mesa del fondo del local. Entró en el bar de siempre aquella tarde insustancial. El camarero, aburrido, con la servilleta al hombro, miraba la caja tonta sin prestar atención. Le saludó con una sonrisa cansada. De vez en cuando, como si fuera un autómata, secaba las tazas y las colocaba sobre la cafetera automática. Los parroquianos habituales jugaban a las cartas en las mesas de formica con tapetes sucios. El ambiente, iluminado por fluorescentes blanquecinos, estaba cargado de olor a aceite de girasol de la cocina, a tabaco rancio y coñac barato que se pegaba a la ropa. La máquina tragaperras repetía su música cansina a la vez que un hombre ensimismado introducía monedas.
Desde que había salido de la oficina, después de atender en la ventanilla a los clientes del banco que acudían no solo a sacar dinero, sino a resguardarse del frío y a sentir que alguien se interesaba por ellos, presentía que hoy sería un día diferente. A veces, cuando se levantaba, su madre le decía que lo veía inquieto. No te preocupes, no es nada, le contestaba. Pero Juan siempre temía que el trastorno de su madre -vivía en su mundo, escribía durante noches enteras en su habitación y en ocasiones bebía sin control- le afectara. Su padre los había abandonado sin dar explicaciones cuando él era un crío, ella no lo había superado y Juan quedó traumatizado. Los compañeros en el colegio, siempre crueles, le preguntaban por su padre durante los recreos y en el camino de vuelta a casa.
Tenía ya treinta años y además de haber salido con algunas chicas de forma esporádica y después de una experiencia traumática con una compañera del trabajo, no conseguía que se fijaran en él. Alzó los ojos de la cerveza y con disimulo miró hacia la mesa del fondo, la chica estaba allí, con el pelo recogido en una coleta y los labios pintados con ligero carmín. Se enamoró al instante, aunque no lo supiera. Tenía las piernas cruzadas, vestía informal y con la mirada fija en el móvil y en la puerta, mientras esperaba. Sostenía de forma elegante un cigarrillo entre sus dedos, pero casi no tenía uñas de habérselas mordido. Parecía que alguien le había dado plantón y salió dejando un leve aroma a lavanda y mandarina.

A las tres y media, como todos los días, antes de subir a casa, el camarero le servía la cerveza, después de saludarlo con un leve movimiento de cejas. Allí volvía a estar ella, pero hoy estaba acompañada por un hombre vestido con traje y corbata. No parecían felices, ella lloraba con angustia por algo que le había dicho su amante. Juan no sabía qué hacer, si intervenir o dejar que todo fluyera. Tenía previsto dirigirse a la mesa después de que el tipo saliera por la puerta, pero no se atrevió.
Después de aquello y durante toda la semana, cuando llegaba al bar la veía seguir con su rutina de espera, pero el otro no volvió a aparecer. Su enamoramiento crecía sin control, pero nunca daba el paso. Notó que le miraba cuando pasó a su lado pidiéndole con los ojos que la ayudara. Sin embargo, no fue capaz de hablar, el dolor en el pecho de los latidos del corazón le paralizaba. Al mirar por la ventana del bar vio cómo un camión se la llevaba por delante.



miércoles, 27 de mayo de 2020

Lucía

A partir de cierta edad ya no se pueden dar malos ejemplos, solo buenos consejos. Hoy he soñado con mi novia de entonces. Éramos muy jóvenes para tener algo serio, pero nos marcó en lo más hondo aquella relación. Salía con los amigos por el Casco Viejo durante los últimos años setenta y comienzo de los ochenta, antes de las inundaciones. Las manis proamnistía, la adrenalina de las barricadas, las pedradas a los grises de la comisaría de la calle María Muñoz con el bar Mikeldi enfrente, la vida bohemia y la universidad, las míticas tascas de Modesto, Jonás, Txomin Barullo, Sollube, Kaskagorri, Saibigain, Ormaetxe, Kirru, con los pinchos de grillos, Iñakiren taberna, la Chufa, regentado por la Otxoa, donde cantaba su famosa canción Libérate, el tabernero del Bolín, Pepe, que para cabrearle le pedíamos seis tintos y dos mostos, y siempre nos respondía “los enfermos que se vayan a casa”, la Bodega Joserra, bar de txikiteros, donde comíamos un bocadillo, pero sobre todo bebíamos como cosacos. Para terminar la noche aparecíamos por la calle Ronda en el Gaueko, centro sagrado del rock, con decoración de urinarios y luces fluorescentes que transparentaban la ropa. Podíamos bailar y se ligaba más fácil. Y si todavía había ganas de continuar subíamos al Txokolanda, que era un local de EHGAM-Euskal Herriko Gay Mugimendua. En aquella movida nos conocíamos todos.
Ella estaba allí, en medio de la gente, envuelta entre las brumas del tabaco y hachís. Se movía al ritmo de la música de Duran Duran “Save a prayer”. No me equivoco si digo que era la chica más atractiva y sensual que nunca había visto.
Me acerqué para bailar con ella. Me besaba con la mirada, dejé de pensar en mí para ver todo con su perspectiva de las cosas. Cuando salimos a la calle eran las seis de la mañana. Su acento era lo que más me erotizaba, en el momento que una frase salía por sus labios seseantes me parecía que estaba con una diosa. Me dijo que residía en Bilbao solo para terminar un trabajo del curso de doctorado en la universidad y que regresaría a Sevilla cuando lo terminara. Se alojaba en una de las pensiones de la calle Santa María. Subimos a su habitación aquella noche y las siguientes hasta que la dueña nos dijo que no podíamos seguir así. Por suerte, una de las compañeras del curso de Lucía le ofreció el piso de estudiantes hasta que concluyera su estancia en el botxo. Durante el tiempo que estuvimos juntos salíamos todas las noches a beber, escuchar rock, fumar hierba y amarnos. Sus caricias eran capaces de transportarme al cielo. De vez en cuando cruzábamos la ría hacia la calle Hernani, donde los tugurios eran más salvajes. Casi dejo abandonados mis estudios, apenas llegué a aprobar el último curso entre junio y septiembre, pero todo lo que había aprendido del amor en sus brazos me compensaba. Cuando llegó el día se marchó a su casa y no he sabido nada de ella hasta hoy.
Acudí al congreso de Desarrollo Sostenible en el Palacio Euskalduna y vi que una de las ponentes era Lucía. Al terminar su explicación fui a saludarla. Quedamos para comer y luego para cenar y terminamos en el hotel Meliá Bilbao. Fue un día extraordinario.
Al despedirnos, pensé en darle las gracias por haber detenido el tiempo para mí, incluso por haberlo hecho retroceder hasta las intactas ilusiones de la juventud, pero me limité a sonreír sin palabras.

martes, 26 de mayo de 2020

La decisión

La luz de la cocina está encendida. Por la ventana del patio apenas entra la claridad. La madre prepara la cena mientras se oye a bajo volumen la radio de fondo.
-Hola, ama.
-Hola, laztana. ¿Cómo tan pronto por aquí? La cena es a las nueve, como siempre.
-Sí, pero tengo que decirte algo.
-No me gustan las sorpresas. Así que dímelo cuanto antes. ¿No estarás…?
-No, tranquila. Mira. Llevo tres años con lo mismo, pero veo que no es lo que quiero. Voy todos los días allí, pero mi sitio es otro.
-Entonces, ¿por qué te matriculaste? Tú eres inteligente, puedes terminar los estudios sin ningún problema -suspiró.
-Sí, pero soy incapaz. Necesito un cambio de vida.
La madre se arregla el delantal para disimular su nerviosismo. Tenía todas sus esperanzas puestas en ella. El esfuerzo económico que hacían era enorme. Su padre trabajaba en un almacén y ella cosía vestidos en casa para sacar un poco de dinero extra.
-Piensa, hija. No puede ser que no finalices tu carrera. Te estás jugando el curso. Solo te quedan dos meses. Tú a lo tuyo.
-Sé que te estoy dando un gran disgusto. En el colegio me decían que era la indicada para ser una buena médica. Pero la sangre me horroriza. No puedo pasar por la sala de los cadáveres sin morirme de miedo.
-Pero, ¿a ti no te gustaba “Anatomía de Grey” y “Dr. House”?
-Sí, también me gustaba “Periodistas”. No insistas, ama. Mi decisión está tomada.
-No lo entiendo, hija. Tienes toda la vida por delante. Tú sabrás –añade la madre, contrariada, que sigue con su rutina. Coloca los tres platos y los cubiertos sobre la mesa, acerca la ensalada y pone la tortilla de patatas en el centro-.
-Dime. ¿Qué piensas hacer?
-Al venir hacia casa he visto que se traspasa el bar de Pedro. Mañana voy a preguntar. Quiero poner un local de copas con mi amiga Edurne.
El padre entra en casa. Viene de la calle. Viste con sencillez, pero conserva una buena facha.
-Oye, Fermín -dice la madre-, ¿sabes que la niña quiere dejar los estudios y abrir un tugurio? Algo tendremos que decirle, ¿no?
-Por mí de la hostia. Así, antes de subir a casa, me puedo tomar la espuela.
-Entre los dos me vais a matar a disgustos.



sábado, 16 de mayo de 2020

El amuleto de plata

Desde hacía unos meses Susana vivía sola en el apartamento que alquiló cuando se separó de Mario. Había pasado una mala temporada, pero con los ahorros que tenía anteriores a casarse podía pagar la vivienda en una buena zona del centro. Allí en la ciudad, al final, se conocían todos, su familia había tenido un comercio de muebles y eran socios del casino. Le daba apuro bajar a la calle y encontrarse con alguien conocido. No quería dar explicación alguna. No le interesaban muchas cosas, tenía algunos buenos amigos y casi no iba a las tiendas para hacer los recados. Fatou, la chica senegalesa, le traía todo lo que necesitaba. El resto de vecinos de la casa vivía cada uno a su aire, apenas conocía a Carmen, la vecina mayor de al lado, y el portero le recogía a diario la bolsa de la basura.
Justo antes de que empezara todo, había pasado el fin de semana en el piso de sus padres en la costa. La radio de la cocina, mientras miraba al mar, anunciaba la aparición de una contagiosa enfermedad y decidió volver. Llovía aquella tarde con intensidad y comenzaba a anochecer. Los últimos fríos del invierno se metían en los huesos. Se subió el cuello de la gabardina, puso la calefacción del vehículo y aceleró para llegar cuanto antes. Todavía no habían cambiado la hora y las calles estaban desiertas el domingo por la tarde. Aparcó, encendió las luces de la escalera, subió a pie y entró en casa. Antes de meterse en la cama dejó encendida la lamparita de la entrada.
Entonces llegó la prohibición de salir de casa. A Susana no le importaba demasiado la medida que habían tomado las autoridades porque estaba acostumbrada a estar sola, aunque, a pesar de todo, quería a alguien con quien estar. El fracaso de su matrimonio no le quitaba las ganas de rehacer su vida.
A veces pasaba a su terraza el gato de la vecina. Cuando Carmen lo llamaba, hablaban un rato de cosas banales entre ellas, pero era un respiro. Se evadía de la realidad por unos momentos. Le dijo que era viuda y que vivía en el edificio desde que llegaron del pueblo. Otro día le pasaba un bizcocho o unas croquetas. Sin embargo, a medida que transcurrían las semanas de aquella pesadilla le empezaron a aparecer los primeros síntomas de claustrofobia. Se acordó del día cuando sor Lucía, en el colegio, la dejó castigada en el cuarto de la limpieza. Lo único que escuchaba era el ruido de las uñas de los ratones sobre el suelo de madera. La oscuridad y el frío de aquel lugar se le metieron en el cuerpo como un veneno sin antídoto. Tenía las manos metidas en los bolsillos de falda y apretaba un pequeño amuleto de plata que todavía conservaba. Se preguntaba en aquellos angustiosos momentos si le alcanzaría el oxígeno para respirar, si podría sobrevivir, si en algún momento saldría de allí. Nunca contó nada de aquel terrorífico episodio. Desde entonces sentía fobia a los espacios cerrados. Cuando sus amigas proponían ir al cine alguna tarde, siempre buscaba alguna disculpa para no quedar. Sentía que no podía enfrentarse a ese temor descomunal. Sabía el origen de su miedo, creía que lo tenía dominado, pero había vuelto a aparecer.
El confinamiento en el espacio cerrado del piso suponía una limitación de movimientos, se sentía atrapada y el aire le faltaba. Conocía las consecuencias negativas que ya había sentido otras veces: palpitaciones, temblores, sofocos, sudoración, dolor de estómago, confusión... Con seguridad, pensaba, todos esos síntomas desaparecerían en cuanto terminara la situación para no enfrentarse de nuevo a aquello que temía. Debía protegerse de la ansiedad que la consumía.
Pero empezó a tomar anfetaminas para poder estar despierta por las noches, porque comenzaba a tener somnifobia y creía que no podría despertar nunca. Su cuerpo y su mente notaron los efectos derivados de los problemas provocados por los trastornos de sueño. Deambulaba por el piso como un autómata. Había dejado de asearse y apenas comía. Había puesto la cama junto a la ventana para respirar cuando sentía que se ahogaba.
Cuando la situación mejoró, Carmen intentó que bajaran juntas a pasear, pero apenas pudo poner una disculpa, la ansiedad que ahora le producían los espacios abiertos le impedía moverse de su sitio. Solo accedió a pasar a su casa para tomar un café. Le costó arreglarse, se cepilló el pelo, se puso unos zapatos de tacón bajo y besó el amuleto de plata.

lunes, 4 de mayo de 2020

Fosforito

Conocí aquella tarde en una taberna al que llamaban Fosforito. Fue hace muchos años cuando trabajaba en un almacén de vinos. El jefe me envió a llevar un pedido que habían hecho el día anterior. No me gustaba nada el alcohol, pero como de algo tenía que vivir, no tuve más remedio que elegir entre el paro o las bebidas.
Fosforito era una institución en el barrio. En la tasca se reunía lo más granado de cada casa. Entre todos destacaba él. Desde la mesa del fondo se oyó un grito que me llamaba:
-Oye, tú, ¿sabes jugar al mus? Nos falta un compañero.
Les dije que sí, pero que sólo podía estar un rato, porque tenía que volver al currelo. Aquello me sirvió para conocer a nuestro personaje. El lugar me atraía, parecía congelado en el tiempo. Olía a Farias, a tortilla de patatas y a pellejo de vino.
A última hora de la tarde regresé al bar. Allí seguían los mismos más otros amigos ociosos. Fosforito era de buen carácter y le gustaba contar historias de su juventud en América.
Tenía aspecto de brutote. Con una cicatriz debajo de la barbilla y otra en la ceja. El pelo negro peinado hacia atrás, aunque por el tiempo había perdido prestancia, por eso se le caía hacia delante de vez en cuando.
La cara era cuadrada, la frente ancha, las cejas espesas, los ojos soñadores, la nariz aplastada por la fisura del tabique, los dientes amarillentos del tabaco, el cuello corto y grueso, los labios grandes y su boca, con un gesto raro. A una de las orejas le faltaba un trozo. A pesar de todo, sus facciones inspiraban tranquilidad.
Sus manos eran anchas de haber trabajado mucho durante toda su vida. Cuando te daba un apretón de manos notabas las durezas de los callos, además de la presión en tus dedos.
Del tiempo en la tierra del sueño americano le gustaba hablar mucho. Nos dijo que había sido pastor, albañil, camionero y boxeador. Fue allí donde le pusieron el mote de Fosforito. Siempre andaba con una cerilla en la comisura de los labios. No se desprendía nunca de ella.
Los amigos le animaban a que fuera al gimnasio para practicar boxeo. Tenía envergadura, buenas espaladas, piernas robustas, brazos de hierro y se movía con agilidad de subir y bajar laderas con las ovejas.
Después de seis meses de entrenamiento salió a disputar su primer combate. Se había preparado con un ex boxeador que le inició en los primeros pasos sobre la lona. Siempre le daba buenos consejos: “esa guardia, cúbrete la cara, emplea el uppercut para golpear el mentón, sal de las cuerdas, el boxeo es el arte de golpear y no ser golpeado”. Tenía un sparring para practicar en las condiciones más parecidas al día de la pelea.
Las cosas le fueron bien en el ring durante un tiempo. Ganaba la mayoría de las peleas a sus rivales en pequeños garitos hasta llegar a luchar en los polideportivos.
De ahí pasó a disputar su primer campeonato. Se puso la bata elegante, los calzones dorados y las zapatillas de piel.
Aquel día su nuevo entrenador, antes de saltar al ring, al ponerle el protector dental, le dijo que tenía que perder el combate. Era el más importante de su carrera pugilística. Se jugaba mucho dinero en el campeonato de Carson City en Nevada.
El contrincante era un armario empotrado de dos metros de altura, pero lento como una tortuga. No se movía ni a tiros. El combate estaba programado a doce rounds, pero Fosforito no hizo caso y en el primer asalto mandó a la lona al fardo con piernas.
Sobre el griterío de la afición en las gradas, solo escuchaba lo que en su casa siempre le habían dicho, que tenía que ser honrado. No podía dejarse ganar de forma tan vergonzosa.
Al salir del estadio unos matones de la mafia le esperaban en la puerta trasera. Le dieron una paliza que tuvo que estar ingresado en el hospital durante un mes. Su cara se llenó de cicatrices y la mandíbula quedó fracturada.
Cuando estuvo en la calle, le dio en la cara el frío de la mañana y sintió que era el momento de volver. Tenía unos ahorros guardados en el banco y con aquello podía empezar una nueva vida.


sábado, 2 de mayo de 2020

Pagar por la información

Rosa Galtieri y Pablo Crespo formaban pareja profesional desde hacía años. Trabajaban en nómina del periódico de sucesos El Sanguinario, que había resucitado el estilo sensacionalista y truculento del famoso semanario El Caso. Rosa era reportera y Pablo hacía las fotos. Solían llegar a la escena del crimen con prontitud. El inspector de homicidios Luis Garduña, alias Ventosa, era amante de la periodista y la mantenía bien informada.
Corría la voz en la redacción de que Rosa había conocido a Garduña en un momento difícil de su vida. Nació en un barrio obrero a las afueras de la gran ciudad. El padre trabajaba en la fábrica de aceros pero se soplaba el sueldo en las tabernas. En más de una ocasión tuvo que ir a buscarlo y enfrentarse a él en plena calle para llevarlo a casa. No le afectaba que su padre fuera un borracho, ni que no entregara el sobre en casa, lo que más temor le daba es que la vieran sus amigas en esa situación. La madre era modista y cosía para las familias ricas del centro. Gracias a una beca y al dinero que le daba a escondidas, como era una chica despierta e inteligente logró hacer periodismo aprobando curso a curso en junio. En el verano se dedicaba a trabajar y ahorrar para sus gastos. Al poco de licenciarse entró en una publicación semanal para escribir los sueltos sobre algún asunto de actualidad. Allí empezó a tomar contacto con la información de sucesos: delitos, siniestros, así como los homicidios, los accidentes de tráfico, el tráfico de drogas y los robos. Era un campo informativo que no le disgustaba. A menudo leía el semanario El Caso, que su padre compraba los sábados, y tenía la estantería de su habitación llena de novelas negras. Como recordaba que le enseñaron en las aulas, en el periodismo existe una premisa que resume claramente el contenido de este tipo de noticias: Goods news are not news (“Las buenas noticias no son noticia”). Las “malas noticias” son siempre noticia y ahí tenía una buena fuente de sustento.
Al poco tiempo cambió de publicación y entró a formar parte de plantilla de El Sanguinario. Conoció a Luis Garduña, alias Ventosa, en uno de los reportajes que le encargaron. Era uno de los tipos con menos moral que había conocido y eso que por su especialidad en el ámbito de sucesos había tenido que lidiar con numerosos delincuentes y asesinos.
Rosa contaba con un historial amplio de relaciones, pero breves, y aunque estaba viviendo un gran momento profesional, no se podía decir lo mismo en el plano sentimental. Seguía sola y empezaba a notar el deseo de tener algo estable. Al inicio de la universidad salió con un chico de clase, pero la relación no funcionó porque un día se lo encontró morreándose en la escalera de subida a las aulas con la más lanzada del curso. Durante el verano que trabajó en la piscina municipal se lio con un imberbe que no tenía ninguna experiencia en las relaciones sexuales. Tampoco funcionó. Lucca, estudiante italiano de Erasmus, fue la siguiente pareja. Alquilaban una habitación en casa de unos amigos estudiantes y acudían a conciertos y fiestas de la Facultad, tonteaban con las drogas, pero cuando se marchó a su país dejaron de verse. La pareja de mayor duración fue Pablo Crespo, compañero de Comunicación Audiovisual y el noviazgo más largo. Disfrutaban de los paseos por el monte, de las tardes en su habitación en la casa de los padres y de las copas en los bares canallas. Enseguida lo contrataron como fotógrafo freelance en varias publicaciones importantes y a menudo salía de viaje a cubrir alguna noticia en el extranjero. Rosa no era de guardar ausencias y terminaron de forma amistosa la relación. Aunque luego se lo encontraría como compañero que la acompañaba a los lugares de los sucesos. Cuando entró en el primer semanario se juntó con Mario, que tenía novia formal y con esa sombra permanente era imposible que llegaran a algo definitivo.
La relación con el inspector Luis Garduña alias Ventosa solo le trajo disgustos y adicción al alcohol. Lo conoció en el lugar del asesinato de una pareja de gays en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad. Los coches de policía no rondaban mucho por aquellas calles, pero el inspector vio en ella a una periodista con ambición y la cameló para que fuera su fuente. Cada vez que se producía un caso ella estaba allí la primera, junto con Pablo, y se ganó la confianza de sus jefes por los excelentes reportajes sobre sucesos, comisión de delitos contra la libertad personal, contra la libertad sexual y robos que tanto gustaban a los lectores del periódico sensacionalista. Pero lo que no sabían era el precio que tenía que pagar por la información.
Quedaban en la habitación de un hotel que él reservaba cerca de un polígono industrial para saldar sus deudas. Siempre que acudía se tomaba varias copas de whisky para aguantar el mal trago. Aunque era consciente de que mantener relaciones sexuales por la fuerza y bajo amenazas no lo debía consentir por más tiempo, no era capaz de librarse de Garduña. Las emociones negativas, la culpa y la baja autoestima empezaban a hacer mella. El alcohol se hizo habitual en su vida y solo se calmaba con dosis de bebidas con cada vez mayor grado alcohólico, incluso mostraba síntomas de abstinencia cuando intentaba dejar de beber. La absenta era lo único que la calmaba. La situación era insostenible. Pensó en Pablo.
Pablo había estado prendado de Rosa desde el primer momento que la vio en la cafetería de la facultad. Aquellos vestidos sencillos pero elegantes que le confeccionaba su madre le tenían cautivado. Cuando estuvieron saliendo durante el curso, fueron los momentos más alegres de su vida. Venía de una familia con dinero, pero aburridos crónicos. Luego la vida los distanció, pero ahora trabajaban juntos. En el fondo siempre había estado enamorado de ella. No entendía cómo podía estar con ese tipejo.
Antes de llegar a la habitación, Rosa olió el rastro del sudor y la colonia de Garduña en el pasillo. Al entrar por la puerta y abrazarse a él lo apuñaló en el estómago. La sangre empañó la camisa blanca y el pantalón de pinzas. Antes de que cayera al suelo lo sujetó y avisó a Pedro para que saliera del cuarto de la limpieza en el rellano. Con el cuerpo aún caliente lo metieron en un saco impermeable para cadáveres. Le vaciaron la cartera y cogieron la pistola. Arrastraron el cuerpo hasta el ascensor y bajaron al aparcamiento. Salieron sin que nadie los viera. Primero tiraron el arma al río y después arrojaron el cuerpo en una sima en el monte por el que les gustaba ir a pasear.
Estar con Pablo era como volver a casa.


Nueva Zelanda. Isla Sur (11)

Antes de ir al aeropuerto de Christchurch, donde finalizamos este fantástico viaje por Nueva Zelanda, nos dirigimos a Akaroa. El puerto de A...