domingo, 31 de mayo de 2020

Amor por la tortilla francesa

Ayer por la noche cené una tortilla francesa. En ese momento me acordé de los días de mi niñez, cuando era habitual tomar en las casas ese manjar sencillo y sobrio. Me dije, ahí tengo mi columna periodística. No se ha escrito nada que merezca la pena sobre ella, ni una triste poesía, ni un entremés, ni una novelita. Gran olvido. De los huevos de gallina se ha escrito en abundancia. Hace unos años tenían sus detractores, porque estaban ligados a un aumento importante del colesterol en la sangre. Pero ahora los nutricionistas alaban sus propiedades en una dieta saludable por el aporte de nutrientes, los cocineros insisten en la versatilidad del producto y los críticos gastronómicos halagan sus cualidades para disfrute de los paladares, además de ser baratos. Pero de la tortilla francesa no se ha dicho nada en los grandes libros de gastronomía ni los chefs estrella dicen una palabra. Y ahí están las pobres para solucionarnos la cena. A mi madre no le gustaba que comiéramos nada antes porque decía que se nos quitaba el apetito. Cuando oíamos batir los huevos en el plato de duralex para freírla en la pequeña sartén de hierro, enseguida se nos removían los jugos gástricos. No te digo nada si además llegaba el olor desde la cocina a todo el piso. Mi padre llegaba justo a lo hora que mi madre nos llamaba para ir a sentarnos a la mesa mientras sonaba en la radio el programa de Matilde, Perico y Periquín en la Cadena SER.
Un trozo de pan para acompañar y untar bien el plato, además de un poco de lechuga  y cebolleta de la huerta que teníamos junto al río, era una gozada. Recuerdo la cesta de alambre con los huevos siempre en la fresquera. A veces mi madre me mandaba a comprarlos a la huevería de Mari que los traía de una granja de Bakio. Ahora recuerdo, a modo de anécdota, que el escritor Ramiro Pinilla, durante muchos años, vivió de la venta de huevos del gallinero que tenía en el cobertizo detrás de su casa “Walden” en Getxo.
Cuando mi madre las hacía con un poco de bonito de lata era ya una fiesta. Los hermanos mirábamos que ninguno tuviera más que el otro, porque entonces se armaba un barrullo considerable. Si uno de nosotros se ponía malito, entonces le añadía un poco de jamón york o queso en lonchas y mejoraba con rapidez. En el tiempo de la cosecha de los guisantes, como en la huerta salían todos a la vez, la comíamos con desgana. Sin embargo, si la degustábamos con pimientos asados en el horno de casa o con relleno de bechamel y tomate por encima, era el sumun del placer.
Los domingos, al ir al monte con los amigos, siempre nos preparaban en casa el bocadillo de tortilla y si teníamos suerte, y llevaba un poco de chorizo, era gloria bendita. Aquello era la envidia de la cuadrilla. Una casa sin huevos para hacer tortilla, no es un hogar. Ahora, ya de mayor, desayunar los domingos una buena tortilla francesa y un café rico es la felicidad plena. La tortilla francesa, como las francesas, es una cuestión aparte.


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