Conocí aquella tarde en una taberna al que llamaban Fosforito. Fue hace muchos años cuando trabajaba en un almacén de vinos. El jefe me envió a llevar un pedido que habían hecho el día anterior. No me gustaba nada el alcohol, pero como de algo tenía que vivir, no tuve más remedio que elegir entre el paro o las bebidas.
Fosforito era una institución en el barrio. En la tasca se reunía lo más granado de cada casa. Entre todos destacaba él. Desde la mesa del fondo se oyó un grito que me llamaba:
-Oye, tú, ¿sabes jugar al mus? Nos falta un compañero.
Les dije que sí, pero que sólo podía estar un rato, porque tenía que volver al currelo. Aquello me sirvió para conocer a nuestro personaje. El lugar me atraía, parecía congelado en el tiempo. Olía a Farias, a tortilla de patatas y a pellejo de vino.
A última hora de la tarde regresé al bar. Allí seguían los mismos más otros amigos ociosos. Fosforito era de buen carácter y le gustaba contar historias de su juventud en América.
Tenía aspecto de brutote. Con una cicatriz debajo de la barbilla y otra en la ceja. El pelo negro peinado hacia atrás, aunque por el tiempo había perdido prestancia, por eso se le caía hacia delante de vez en cuando.
La cara era cuadrada, la frente ancha, las cejas espesas, los ojos soñadores, la nariz aplastada por la fisura del tabique, los dientes amarillentos del tabaco, el cuello corto y grueso, los labios grandes y su boca, con un gesto raro. A una de las orejas le faltaba un trozo. A pesar de todo, sus facciones inspiraban tranquilidad.
Sus manos eran anchas de haber trabajado mucho durante toda su vida. Cuando te daba un apretón de manos notabas las durezas de los callos, además de la presión en tus dedos.
Del tiempo en la tierra del sueño americano le gustaba hablar mucho. Nos dijo que había sido pastor, albañil, camionero y boxeador. Fue allí donde le pusieron el mote de Fosforito. Siempre andaba con una cerilla en la comisura de los labios. No se desprendía nunca de ella.
Los amigos le animaban a que fuera al gimnasio para practicar boxeo. Tenía envergadura, buenas espaladas, piernas robustas, brazos de hierro y se movía con agilidad de subir y bajar laderas con las ovejas.
Después de seis meses de entrenamiento salió a disputar su primer combate. Se había preparado con un ex boxeador que le inició en los primeros pasos sobre la lona. Siempre le daba buenos consejos: “esa guardia, cúbrete la cara, emplea el uppercut para golpear el mentón, sal de las cuerdas, el boxeo es el arte de golpear y no ser golpeado”. Tenía un sparring para practicar en las condiciones más parecidas al día de la pelea.
Las cosas le fueron bien en el ring durante un tiempo. Ganaba la mayoría de las peleas a sus rivales en pequeños garitos hasta llegar a luchar en los polideportivos.
De ahí pasó a disputar su primer campeonato. Se puso la bata elegante, los calzones dorados y las zapatillas de piel.
Aquel día su nuevo entrenador, antes de saltar al ring, al ponerle el protector dental, le dijo que tenía que perder el combate. Era el más importante de su carrera pugilística. Se jugaba mucho dinero en el campeonato de Carson City en Nevada.
El contrincante era un armario empotrado de dos metros de altura, pero lento como una tortuga. No se movía ni a tiros. El combate estaba programado a doce rounds, pero Fosforito no hizo caso y en el primer asalto mandó a la lona al fardo con piernas.
Sobre el griterío de la afición en las gradas, solo escuchaba lo que en su casa siempre le habían dicho, que tenía que ser honrado. No podía dejarse ganar de forma tan vergonzosa.
Al salir del estadio unos matones de la mafia le esperaban en la puerta trasera. Le dieron una paliza que tuvo que estar ingresado en el hospital durante un mes. Su cara se llenó de cicatrices y la mandíbula quedó fracturada.
Cuando estuvo en la calle, le dio en la cara el frío de la mañana y sintió que era el momento de volver. Tenía unos ahorros guardados en el banco y con aquello podía empezar una nueva vida.
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