A partir de cierta edad ya no se pueden dar malos ejemplos, solo buenos consejos. Hoy he soñado con mi novia de entonces. Éramos muy jóvenes para tener algo serio, pero nos marcó en lo más hondo aquella relación. Salía con los amigos por el Casco Viejo durante los últimos años setenta y comienzo de los ochenta, antes de las inundaciones. Las manis proamnistía, la adrenalina de las barricadas, las pedradas a los grises de la comisaría de la calle María Muñoz con el bar Mikeldi enfrente, la vida bohemia y la universidad, las míticas tascas de Modesto, Jonás, Txomin Barullo, Sollube, Kaskagorri, Saibigain, Ormaetxe, Kirru, con los pinchos de grillos, Iñakiren taberna, la Chufa, regentado por la Otxoa, donde cantaba su famosa canción Libérate, el tabernero del Bolín, Pepe, que para cabrearle le pedíamos seis tintos y dos mostos, y siempre nos respondía “los enfermos que se vayan a casa”, la Bodega Joserra, bar de txikiteros, donde comíamos un bocadillo, pero sobre todo bebíamos como cosacos. Para terminar la noche aparecíamos por la calle Ronda en el Gaueko, centro sagrado del rock, con decoración de urinarios y luces fluorescentes que transparentaban la ropa. Podíamos bailar y se ligaba más fácil. Y si todavía había ganas de continuar subíamos al Txokolanda, que era un local de EHGAM-Euskal Herriko Gay Mugimendua. En aquella movida nos conocíamos todos.
Ella estaba allí, en medio de la gente, envuelta entre las brumas del tabaco y hachís. Se movía al ritmo de la música de Duran Duran “Save a prayer”. No me equivoco si digo que era la chica más atractiva y sensual que nunca había visto.
Me acerqué para bailar con ella. Me besaba con la mirada, dejé de pensar en mí para ver todo con su perspectiva de las cosas. Cuando salimos a la calle eran las seis de la mañana. Su acento era lo que más me erotizaba, en el momento que una frase salía por sus labios seseantes me parecía que estaba con una diosa. Me dijo que residía en Bilbao solo para terminar un trabajo del curso de doctorado en la universidad y que regresaría a Sevilla cuando lo terminara. Se alojaba en una de las pensiones de la calle Santa María. Subimos a su habitación aquella noche y las siguientes hasta que la dueña nos dijo que no podíamos seguir así. Por suerte, una de las compañeras del curso de Lucía le ofreció el piso de estudiantes hasta que concluyera su estancia en el botxo. Durante el tiempo que estuvimos juntos salíamos todas las noches a beber, escuchar rock, fumar hierba y amarnos. Sus caricias eran capaces de transportarme al cielo. De vez en cuando cruzábamos la ría hacia la calle Hernani, donde los tugurios eran más salvajes. Casi dejo abandonados mis estudios, apenas llegué a aprobar el último curso entre junio y septiembre, pero todo lo que había aprendido del amor en sus brazos me compensaba. Cuando llegó el día se marchó a su casa y no he sabido nada de ella hasta hoy.
Acudí al congreso de Desarrollo Sostenible en el Palacio Euskalduna y vi que una de las ponentes era Lucía. Al terminar su explicación fui a saludarla. Quedamos para comer y luego para cenar y terminamos en el hotel Meliá Bilbao. Fue un día extraordinario.
Al despedirnos, pensé en darle las gracias por haber detenido el tiempo para mí, incluso por haberlo hecho retroceder hasta las intactas ilusiones de la juventud, pero me limité a sonreír sin palabras.
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