domingo, 26 de abril de 2020

Manuel

Después de una jornada de trabajo en la fábrica a Manuel le gustaba darse una ducha. Subió sudando las escaleras de la pensión hasta su cuarto. Se quitó la ropa y abrió el grifó. Doña Juana, la dueña, tenía controlado el consumo de agua caliente, así que debía darse prisa. Subía por el patio un tufillo a podrido de las viejas cañerías, pero a través de la cristalera, mientras se enjabonaba, podía ver las ventanas de los pisos de enfrente. El agua templada le traía recuerdos de su casa en el pueblo. Allí no había calentador de gas butano, pero su madre le preparaba, después de llegar de trabajar en el campo, dos cubos de agua calentados en la cocina de carbón que le parecían el mayor placer del mundo. Salió de la ducha y se puso la muda limpia. En una de aquellas ventanas se encendió una bombilla y pudo ver la silueta de una chica joven mientras se desnudaba. La luz de la tarde parecía una tela de araña que se iba apoderando de los pisos interiores. Sonaba de fondo la música de alguna novela radiofónica de la tarde que iba y venía, así como los silbidos de las bandadas de vencejos. En la mesilla había dejado la carta que le había entregado la dueña al llegar. Se sentó frente al ventanal, de cara a la fachada de la otra casa. Allí seguía ella, pero ahora se había puesto un camisón y estudiaba a la luz de un flexo. La tarde caía con su color amarillo, carnoso, como la piel de un melocotón maduro. Manuel miraba con disimulo hacia la otra casa cuando se cruzaron las miradas. Un breve saludo le bastó para saber que era la mujer de su vida. La carta seguía allí, sobre la mesilla. La cogió, la olfateó y se fijó en la letra. Era la letra de su hermana. “Querido hijo…” Todos estaban bien le decía su madre y contentos de que tuviera un futuro en la cuidad. Le aconsejaba que se portara bien y que no se distrajera con nada. También añadía que su padre le esperaba en agosto para recoger la cosecha.
Entró por la ventana el olor de los geranios de la vecina mezclado con el aroma de la sopa de ajo que preparaba para la cena. En la casa de la chica se encendió la bombilla de filamentos de la cocina cuando su madre se preparaba para poner la chapa. El patio revivía al prenderse las débiles luces amarillas o blancas de los pisos. Se oían las voces de las madres llamando a los hijos y un niño de mantas lloraba pidiendo su comida. Antes de ir al comedor de la pensión consiguió que ella le mirara y con gestos le pidió que se encontraran en la calle después de cenar. La primavera inundaba el ambiente y los bares de la calle invitaban a pasar un rato a la fresca.

Quedaron aquella noche por los bares del barrio. Tenía que volver a casa a las diez, porque sus padres eran muy estrictos. Le dijo que estudiaba Magisterio en la universidad y que estaba a punto de acabar. Había sin duda algo en ella que cautivaba a Manuel. ¿Qué pensaría ella de este encuentro? ¿Había sido demasiado atrevido al proponerle que bajaran a la calle? ¿Qué dirían sus padres al saber que había conocido a una chica? Siempre le decían que era un precipitado, un aventado, que hacía los cosas sin pensar corriendo de un lado para otro sin parar. Tan pronto estaba en el río, como cazando pájaros o azuzando a los perros de los corrales. Recordaba el lamento de melancolía de su madre cuando decía que no sabía cuándo iba a madurar su hijo. Acordaron volverse a ver el próximo sábado.
La cita llegó a producirse, pero unas semanas más tarde. Al día siguiente se enteró, como todos los vecinos. Manuel era muy apreciado por los compañeros en la fundición. Estaba siempre dispuesto a ayudar. Era el chico que valía para todo. Una de las piezas que habían fabricado necesitaba de la ayuda de varios obreros para subirla al camión. Con mucha precaución fueron colocándola en la plataforma, pero al quitar el último apoyo, se desplazó y aplastó un brazo a Manuel. Le llevaron al hospital y allí consiguieron reconstruirlo.

viernes, 24 de abril de 2020

La cazuela de bacalao

El confinamiento obligatorio había agriado aún más la beligerante relación de vecindad entre Adelfa y Macario; ambos vivían solos. Ella (5º A), una cincuentona de buen ver, venenosa como el arbusto que le daba nombre, ejercía la molestia enciclopédica. Con su timbre pitudo, coreaba a voz en cuello viejas canciones de Mari Trini y Karina que repetía hasta la extenuación a pleno volumen; ponía la lavadora a medianoche y pasaba la rugiente aspiradora antes del amanecer. Él (4ºA), era un sexagenario alcohólico, amargado y antipático que no metía ruido pero torturaba a la vecina con los olores de sus comistrajos, que subían al apartamento de arriba como las almas al cielo. El perenne tufo a ajo frito era perfume de Dior en comparación con la peste de las sardinas que asaba en el balcón. Adelfa y Macario se insultaban a gritos todos los días, asomados en posiciones peligrosas para verse las caras. Los vecinos de alrededor y enfrente estaban de ellos hasta los huevos.
Una vez al año tocaba la administración de la comunidad a cada uno de los vecinos. Ahora pasaba de Macario a Adelfa y aquello no tenía buena pinta. Los enfrentamientos venían de antiguo. Se habían conocido en la fiesta de los chiquiteros, en el día de la patrona. Era una forma de cohesión social la costumbre del txikiteo tanto de hombres como de mujeres. Entonces se salía a la calle por cuadrillas y se compartía el tiempo con amigos y vecinos.
Adelfa acudía a la ofrenda floral a la Virgen de Begoña en el edificio de La Bolsa en representación de su aita -aquejado de cirrosis- al que le entregaban el Txikito de Honor. Después del lunch se quedaba por la calle Santa María con las amigas para disfrutar del ambiente y tontear con los chicos. Vivía en la cercana calle Pelota y si pimplaba en exceso llegaba enseguida a casa. Aunque en algunos bares les regalaban huevos duros para compensar el exceso de vinacha, al día siguiente la resaca la dejaba fuera de juego y vomitaba su peor carácter. No salía de casa durante varios días ni atendía a las llamadas de teléfono de las amistades. Infusión de manzanilla y un poco de caldo que le hacía su madre era lo único que tomaba. Con el paso de los días se le pasaba el aje y volvía a la normalidad. Era hija única, además de antojadiza. Había terminado el bachillerato en el instituto y estaba matriculada en Empresariales en la calle Elcano.
Macario había llegado talludito a vivir a la comunidad cuando se marchó del pueblo con treinta años. Allí solo tenía las tierras de los padres que casi no daban para vivir. No pasaban necesidades, pero quería conseguir algo mejor. Y quién sabe, algún día llevarlos a vivir con él. Había aprobado unas oposiciones, después de mucho esfuerzo, en la Caja de Ahorros y comenzó como ayudante administrativo. Con el tiempo iría escalando puestos hasta ser director de una sucursal. Los fines de semana le gustaba ir al cine y tomar unos txikitos con los amigos de la oficina. Aunque al principio vivía de alquiler consiguió comprar la vivienda con un préstamo blando de la Caja.
Y entonces al salir del ascensor vio a Aldelfa, la vecina del quinto, una jovencita atractiva y de buenas caderas que llevaba unos libros para ir a estudiar. Intentó darle los buenos días, pero ella pasó de largo como si allí en el portal no hubiera nadie. Recién llegado a la ciudad apenas conocía a alguna chica y se propuso conquistarla. A las compañeras del trabajo no podía proponerles nada porque todas tenían novio. Solo quedaba los fines de semana con los solterones para ir comer a algún txoko y por la noche subir a los antros de la otra parte de la ría. Al salir de casa podía oler el aroma de la colonia que ella dejaba todas las mañanas. Coincidían en el horario y uno de los días se dirigió a ella.
-¿Te importaría tomar algo por la tarde? Soy el vecino de abajo -le dijo.
-Ah, no sé. Depende de lo que me ofrezcas -añadió Adelfa.
Macario y Adelfa, con cierta diferencia de edad, salieron durante algún tiempo por los bares del Casco Viejo y los soportales de la Plaza Nueva. Algunos de los días cenaron bacalao en el Guria y para terminar la noche gin tonics en Barrencalle y Somera. Muchas de las noches, al volver a casa, le proponía pasar la noche en el piso de soltero, pero siempre le rechazaba. Se disculpaba con la excusa de cuidar a los padres, pero en una ocasión vio cómo subía con un chico a su casa. Sospechaba que tenía aventuras, porque de vez en cuando oía los chirridos del somier desde su habitación. Desde entonces rompieron la relación. En realidad, para ella solo era una distracción y un capricho; era libre de estar con quien quisiera, además no soportaba que fuera tan adulador.
Macario entró en un bucle de alcohol y antidepresivos que casi le cuesta el trabajo. Con el tiempo se recuperó, pero su odio hacia Adelfa aumentaba día a día. Era un alcohólico, asistía a las reuniones de AA pero no dejaba de beber en su piso. Los padres murieron en el pueblo y desde entonces llevaba una vida de trabajo y soledad. Su único objetivo era hacer la vida imposible a su antigua amiga. Le habían jubilado de forma anticipada con una buena paga hasta la edad oficial de retiro.
Adelfa no había tenido necesidad de trabajar por los ahorros que le habían dejado los padres al morir, pero se había convertido en una mujer fría que solo quería hacer que Macario desapareciera de su vida y de la comunidad. Se irritaba cada día más cuando subían los vapores de los asquerosos platos de su vecino y los gritos, canciones horteras e insultos en el patio iban en aumento.
Los dos se intercambiaban improperios, pero seguían en la misma casa desde entonces. El edificio, como ellos, empezaba a tener achaques y la reforma era inminente. Los papeles de la administración tenían que cambiar de uno a otra, de modo que para limar las asperezas de años, Adelfa le ofreció una buena cazuela de bacalao al pil pil, que tanto le gustaba a Macario.
La fecha de la convocatoria de la reunión estaba fijada con antelación, manteniendo las medidas de distancia social e higiene entre vecinos, pero Macario no bajó al portal. Al cabo de unos días, la vecina del tercero, que no había escuchado ruido durante unos días en el piso superior, tocó el timbre. Nadie abrió, pero un asqueroso tufo salía por debajo de la puerta. Avisaron a los municipales para que investigaran. Llamaron a un cerrajero y se encontraron el cuerpo en el suelo de la cocina. Solo quedaba una tajada en la cazuela.

martes, 21 de abril de 2020

Dueños modelo

Vivo bien en términos materiales, ese no es el problema. Dispongo de una confortable caseta en el jardín junto a mi árbol urinario, entro al chalé cuando me da la gana y me dan de comer de lujo. El problema reside en que mis amos, Fefo y Tuti, son más tontos que mandados hacer de encargo, como puede ya apreciarse por sus diminutivos, y me resultan unos cargantes insoportables. Por fortuna carecen de hijos. Se dirigen a mí llamándome Pipo, ridículo nombre que me humilla. Soy un guapo fox terrier de cuatro años con alto cociente intelectual y aún no he catado hembra; eso es lo peor.
Me como el pienso que ponen en la bandeja, pero cuando entro en la cocina arramplo con todo lo que veo, ya sea un filete de ternera o unos espaguetis con beicon que ha preparado la sin sal de Tuti. No les gusta que lo haga, pero se enfadan sin fundamento y sigo haciendo lo que me da la gana. Incluso, para fastidiarles más, en ocasiones y adrede, me orino en el salón. Me tiran una zapatilla, pero yo la recojo, se la entrego y encima me acarician. Aquí estoy en este encierro de lujo, pero a mí lo que me gustaría es salir a correr por el campo y perseguir a los zorros. Cualquier noche me escapo para ir por los caminos a desfogarme.
Pero no puedo olvidar aquellos días del verano cuando olfateé que llegaba por el sendero una preciosa perrita spaniel bretón de pelo blanco y naranja y ondulado en las patas traseras. Salté la valla de setos del chalé y me puse a su altura. Venía con su dueño Cosme. Al principio me amenazó para que me fuera, pero como insistía con pequeños ladridos lastimeros en ir con ellos, me lo permitió. Me dijo que se llamaba Laster y que les gustaba pasear por los alrededores de Lerma, donde iban a pasar las vacaciones. Allí su propietario se olvidaba del estresante trabajo en la casa que tenía, desde que la compró su madre después de que falleciera el aita. Como había sido un crío que sufría de los bronquios de pequeño, necesitaba respirar el aire puro de Castilla, me explicaba. Ahora se notaba que se encontraba bien, porque fumaba cigarrillos Habanos como un carretero. Fuimos de paseo por el camino hacia Covarrubias por el río Arlanza, la ermita de San Olav, el monasterio abandonado de San Pedro, Quintanilla y la villa rachela. Le gustaba hacer la ruta todos los veranos. Después de volver al pueblo le dije que podíamos quedar otro día.
Desde entonces me escapaba a diario de los pesados de mis dueños. Los primeros días me recibieron con lágrimas porque creían que me habían robado, pero donde tenga el pienso asegurado a estos no les dejaría ni por la mejor chuleta del mundo. Se acostumbraron a que desapareciera, pero al llegar tenía mi comida preparada y la sesión de caricias y besos. Fefo decía que tenían que ser unos dueños modelo, y para eso debía desarrollar mi propia personalidad y autonomía. Así que hacía lo que me salía de la chorra. No les importaba que me subiera al sofá, ni que durmiera con ellos en la cama.
Laster nunca abandonaba a Cosme. Era una perra que le gustaba socializar y sabía comportarse como una buena compañera de vida. Siempre iban juntos a todos los sitios, a la tienda, a la panadería, a la carnicería, al estanco, incluso a la terraza del bar de la Plaza Mayor. Tenía que pensar en la forma de arrimarme a ella sin que su dueño se diera cuenta. Algunas tardes le gustaba ir a pescar truchas al río y debía aprovechar la oportunidad para olisquearla más de cerca antes de que me marchara a Madrid con los dos tontainas. Pero en cuanto notaba que me acercaba empezaba a subir sus orejas, gruñir y sacarme los dientes. Me ponía a distancia por si el amo se enteraba. Y como parecía que tenía mal genio, igual me ganaba una pedrada.
Después de una semana de paseos me dije, Pipo, adelante con los faroles, y me fui hasta su casa. Sabía que estaba en el patio tomando el sol. Entré por las zarzas hasta llegar al césped. Inicié la aproximación arrastrándome por el suelo al ver que no había nadie. Levantó la cabeza, pero cuando quise dar otro paso, Cosme salió desde el interior y me tiró un balde de agua fría encima. Me fui a toda leche y no volví a aparecer. Cuando llegué a casa me puse tierno y me froté con la pierna de Tuti. No es lo mismo, pero alivia.


Tom

Aquella noche había nevado con ganas. Ni en sus peores pesadillas se había imaginado una cosa así. ¡Qué locura! Tom corrió la cortina y miró por la ventana. La nieve llegaba hasta el junquillo podrido. Del oxidado tractor, que estaba cubierto por una gruesa capa blanca, solo se veía la cabina. En la vieja camioneta Ford que utilizaba para ir al pueblo, apenas se apreciaba su forma. El destartalado granero soportaba con dificultad la presión del peso de la nieve y los animales allí pedían su ración de comida. Arrastrándose, salió por la ventana para repartir el pienso, atender al ganado y vigilar la producción. Rex, el fiero perro guardián, estaba escondido entre las ruedas del remolque. Después prepararía el desayuno a sus padres.
Se había criado en una caravana destartalada junto al mar en Galvestone. Acudía a la escuela para no perder la ayuda económica del condado, pero no le sirvió de mucho la formación y con dieciséis años, límite de la escolarización obligatoria, abandonó las clases. Por lo menos, durante ese tiempo, tenía comida caliente asegurada todos los días. Como era un chico fuerte y ágil, jugó en el equipo juvenil de rugby del centro. Solo sabía cumplir las órdenes de su entrenador: “por aquí que no pasen”. Y lo hacía a la perfección.
Sus padres, los dos alcohólicos, se dedicaban al trapicheo en toda la zona del noroeste del Golfo de México. Eran viejos conocidos de la policía y en muchas ocasiones los habían traído a casa, pero cuando perdían el conocimiento en cualquier esquina, solían pasar algunas noches en el calabozo municipal. Los peores días eran los de Mardi Grass. Allí llevaban las botellas de licor casero de cereales -robados-, que fabricaban en el alambique clandestino del cobertizo, incluso los mezclaban con hierbas aromáticas que cogían en las cunetas. A Tom le encargaban de vigilar el proceso y del filtrado. Para embotellarlo no le necesitaban. Se las quitaban de las manos en cuanto abrían el maletero de la ranchera. Era un gran negocio, pero en vez de ahorrar lo que ganaban, lo gastaban en emborracharse.
Cuando llegaban a casa Tom los atendía. Muchas veces no sabían ni dónde estaban. Hacían sus cosas en el suelo de sintasol de la cocina o se aliviaban en el cubo de la basura. Eran una piltrafa. La caravana siempre olía a vómito y whisky. Una de las noches les dijo que si no asistían a las reuniones de Alcohólicos Anónimos en Ursuline Street, él los abandonaría. Cumplieron su palabra un mes, pero dejaron de ir porque allí en el local parroquial, decían, solo iban desesperados y ellos no estaban en esa situación. Además, odiaban todo lo que tuviera que ver con la iglesia. Pero lo peor era que si no bebían se ponían tristes y empezaban a pensar. Y como ellos decían, bebían para no pensar en esa voz interior.
El día que se marchó de casa sus padres dormían la mona tirados en el suelo del cobertizo. Se habían bebido las últimas botellas de aguardiente escondidas. El aire caliente del Golfo lo acompañó hasta la parada del autobús. Había nubes negras de tormenta que venían del mar y se oían los móviles de conchas colgados en los balcones cuando ingresó en la oficina de alistamiento del ejército. Al cumplir los dieciocho entró a formar parte del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. En un viaje con la escuela de primaria visitaron una base militar en San Antonio y desde entonces lo tenía pensado. En el último curso era el encargado de izar y arriar la bandera todos días.
Después del periodo de formación, donde tuvo que superar todo tipo de pruebas, lo destinaron a una unidad que tenía orden de intervenir en Afganistán. El presidente Bush en octubre de 2001 había dado la orden de invadir el país por miedo a la amenaza de los talibanes. Allí conoció al sargento Clarke, su segundo padre, un hombre recto y de difícil carácter, por el que estaba dispuesto a dar su vida si fuera necesario. En alguna ocasión se la salvó. Era su mano derecha, acataba todas las órdenes que recibía, por muy descabelladas que fueran. Cometieron muchas fechorías durante aquel tiempo. En una de las noches de misión de la patrulla por las estrechas carreteras de montaña del país, donde seguían el rastro de unos traficantes de opio, le dijo que para conseguir la felicidad terrenal debía tener dos requisitos: buen apetito y ningún escrúpulo. El sargento los cumplía a rajatabla, decía, y no le iba mal. Desde ese momento Tom no olvidó el consejo.
Al regresar a casa, después de licenciarse, su madre, que vivía del dinero que le enviaba, estaba muy deteriorada. Tom había comprado el terreno donde vivían y construyó una pequeña casa en el antiguo cobertizo, pero al poco tiempo ella murió. El padre falleció unos meses después de alistarse. Acudió a varios de los homenajes a los veteranos, pero a pesar de haber defendido a su país en la guerra contra Al Qaeda no encontraba ningún trabajo. Pasaban los meses, el dinero para la barbacoa y las cervezas con los amigos se acababa y su estado anímico se tambaleaba. Incluso intentó poner en funcionamiento el viejo alambique que ahora guardaba en el garaje.
Uno de los días apareció por la finca en un BMW deportivo Andrew, al que no había visto desde el colegio. Habían jugado en el equipo y era uno de los traficantes de droga y personas entre México y Texas. Tom ya había tenido contacto con los estupefacientes en la base de Kabul. El continuo estado de ansiedad en el que vivía solo podía soportarlo con el consumo. Tenía dinero, dentro del ejército obtenía todo lo que necesitaba y podía salir a las zonas seguras para relajarse, comer y fumar hierba. Como era experto en manejar armas le propuso unirse a la banda.
El dinero desde entonces entraba sin control en su vida. Los excesos y el consumo de cocaína empezaban a pasarle factura. Los jefes le llamaban con frecuencia para las operaciones porque no tenía escrúpulos con nada. Tanto disparaba contra la policía de fronteras si estaba en apuros, como no dudaba en asesinar a los migrantes que no cumplían las normas.
Uno de los días hubo un enfrentamiento con otra banda por controlar el territorio. Se dispararon durante horas con todo tipo de fusiles y armas automáticas. La mayoría murieron, entre ellos Tom, que ya no tuvo que cumplir con ninguno de los dos requisitos.


La casa de Miguel

Hace unos años visité la Casa Museo de Miguel Hernández en Orihuela. Recorrer las calles que pisó el poeta, mientras el sol caía sin piedad, me transportó al paisaje árido que rodeaba a Miguel durante su niñez y adolescencia. Aquel viaje fue el viaje del descubrimiento del autor de Nanas de la cebolla.
Cercana a la casa estaba el majestuoso Colegio Santo Domingo de los jesuitas, donde estudió hasta los quince años, que fue cuando abandonó las aulas para ayudar a su padre como pastor de cabras. Mientras cuidaba el rebaño leía a escondidas del progenitor y escribía sus primeros versos. Los libros fueron su principal fuente de educación, convirtiéndose en una persona autodidacta.
Allí vivió con su familia desde 1914 hasta 1934 antes de marcharse a Madrid. La casa era una explotación ganadera como muchas otras a principios del siglo XX. Se conservaba el mobiliario y ajuar doméstico típico de las viviendas tradicionales oriolanas, junto a fotografías de distintos momentos de la vida del poeta y recuerdos de la familia.
La casa, pegada al terreno en pendiente, se dividía en el patio con un pozo, el corral del ganado, el comedor, la salita, la habitación de los padres, la de las hermanas (Elvira y Encarna), la cocina, la alcoba que compartía con su hermano Vicente y el huerto con la higuera en la que solía apoyarse Miguel para escribir y a la que dedicó algunos poemas, “volverás a mi huerto y a mi higuera”, así como a las palmeras del cercano Palmeral de San Antón a los pies de la Sierra de Orihuela “la palmera levantina, la columna que camina”.
Después me acerqué hasta la calle Ramón Sijé, uno de sus grandes amigos, con el que formó parte de la tertulia literaria oriolana, al que dedicó Elegía: “Yo quiero se llorando el hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas/ compañero del alma, tan temprano”.
Aunque eran dos personas muy diferentes en sus ideologías políticas, los unió una fuerte amistad y su gran interés por la poesía. Sus primeras publicaciones aparecieron en la revista de su amigo, El Gallo Crisis, y su primer libro, Perito en lunas, editado en 1933.

En 1934 fue a Madrid, donde al principio pasó mucha necesidad, pero allí comenzó a publicar en la revista Cruz y Raya. Trabajó como redactor en el diccionario taurino El Cossío y en las Misiones pedagógicas de Alejandro Casona. Escribió en estos años los poemas: El silbo vulnerado, Imagen de tu huella, y el más conocido: El Rayo que no cesa (1936).
Cuando llegó la Guerra Civil, se afilió al Partido Comunista y se alistó en el ejército republicano. Durante el conflicto bélico se dedicó a una actividad propagandística y durante ese periodo escribió sus poemarios políticos: Viento del pueblo y El hombre acecha. En 1937 se casó con Josefina Manresa, con quien vivió poco tiempo, pues al finalizar la Guerra con la victoria del bando franquista, fue condenado a muerte, aunque la pena fue conmutada por la de treinta años. Sin embargo, murió de tuberculosis en el penal de Alicante en 1942.
Joan Manuel Serrat, dentro de su álbum Miguel Hernández, en 1972, junto con otras canciones basadas en otros trabajos del poeta puso música a: Para la libertad, La boca, Umbrío por la pena, Nanas de la cebolla (escrita en la cárcel y dedicada a su mujer y su hijo que solo tenían para comer pan y cebolla), Romancillo de mayo, El niño yuntero, Canción última, Llegó con tres heridas y Menos tu vientre: Menos tu vientre/ todo es oscuro. Menos tu vientre/ claro y profundo.


domingo, 19 de abril de 2020

El héroe

John Ugalde era un héroe. Un héroe de verdad, marine del USS Utah, torpedeado en Pearl Harbor en la isla de Oahu. Sobrevivió al ataque y luchó en Okinawa, en Japón, en una de las más importantes batallas en el Pacífico durante la II Guerra Mundial. De allí trajo una bandera militar del Sol Naciente. Después de cinco meses de convalecencia en un hospital regresó a casa.
De origen vasco, su familia emigró a Idaho en el siglo XIX. Su padre era veterano de la I Guerra Mundial. Se dedicaban al pastoreo en las montañas de Boise hasta que empezó el conflicto. John siguió los pasos de su idolatrado aita, al que recordaba con cariño cuando contaba junto al fuego en el rancho las batallas en las que había participado y los amigos que había hecho. Se alistó en el Cuerpo de Marines a los veinte años después de cursar dos años de universidad, con el propósito de vivir nuevas aventuras y conocer otros países. Realizó los cursos de teniente en la academia militar para luego hacerse cargo de un pelotón jovencísimos reclutas. Embarcó lleno de ilusiones y nerviosismo en el buque de guerra en dirección al Pacífico. Se licenció condecorado con la medalla al valor y con el grado de capitán.
Al regresar a casa nos reunió en el taller de autobuses, donde trabajaban sus amigos. Allí estaban Michael, el mecánico, Eddie y su hijo David, el señor Houston, el cobrador, el ayudante Tony y yo, su sobrino Paul. Le adorábamos con aquel uniforme caqui que le sentaba como un guante, la gorra de plato y la bandera de Japón en las manos. Nosotros entonces nos moríamos de ganas por conocer las batallas en las que había participado y los lugares que había conocido. Tenía una voz desgastada y lenta como si fuera una persona mayor. A todos nos transmitía un sentimiento de tristeza por los compañeros que habían muerto y por las encarnizadas batallas en las que había participado.

-Cuéntanos cuando estuviste tres días seguidos en la trinchera sin poder salir por el ataque de los japoneses -le dijo Michael.
-Prefiero no recordar aquellos días. Había muchos compañeros que estaban heridos y no podían ser evacuados. No os imagináis cómo eran las noches llenas de gritos y lamentos. Era para volverse loco. El frío en las colinas nos invadía y las granadas caían sin cesar. Tenía a mi cargo un pelotón de hombres que luchaban por su país, pero que no nos llegaran refuerzos, les desesperaba. De verdad, las guerras solo traen desgracias y vidas rotas.
-¿Cómo eran los permisos cuando no estabais en el frente?
-Mira, Eddie. Nos llevaban a la ciudad y lo único que hacíamos era beber whisky y emborracharnos con la paga que nos daban. Sí, había fiestas y drogas, y las chicas venían a la residencia de oficiales. Nos divertíamos, incluso conocí a una preciosa chica hawaiana de la que me enamoré, pero ahora quiero olvidar.
-¿Cómo manteníais la moral alta? -preguntó el señor Houston.
-Cuando recibíamos noticias de casa era el mejor momento. Los primeros meses fueron muy duros. Solo pensábamos en volver, pero mientras estábamos en el cuartel manteníamos un buen ánimo.
-¿Qué le sucedió a la chica? -quería saber Tony.
-Se llamaba Kiana y vivía en una aldea cerca la base naval. Pero una noche, cuando estaba de permiso cenando con ella en un restaurante, un soldado borracho disparó su revólver en plena calle y le alcanzó una bala.

Mi tío siempre había sido un hombre alegre, pero en aquel momento enmudeció y la tristeza inundó el taller. Al cabo de unos meses encontró trabajo en el Bank of Idaho y pasó allí su vida hasta su jubilación.

Las amigas

Las amigas caminaban por la Gran Vía ajenas a la expectación que causaban entre los hombres. Aunque oían piropos de algún baboso: “Me gustaría ser caramelo para deshacerme en tu boca”, “Si la belleza pagase impuestos, estarías arruinada” o “¡Cuántas curvas y yo sin frenos!” no prestaban atención a nada. Habían salido hacía media hora de la oficina y solo querían pasear para ir a tomar un aperitivo antes de llegar a casa.
Como era sábado al mediodía, la jornada laboral había terminado, así que la calle estaba llena de hombres que habían cobrado el sueldo, pero antes de entregarlo a sus mujeres se dedicaban a gastarse parte del sobre. Hasta los Hermanos de La Salle habían dejado el colegio por un rato para confraternizar con los ciudadanos. Pili reconoció al hermano Félix que daba clases a su hijo.
Existía entonces la costumbre de dividir la sociedad entre hombres y mujeres en compartimentos estancos. Los hombres copaban todos los lugares importantes y las mujeres parecía que no existieran, vamos, que no ocupaban el sitio donde se las pudiera ver. El clero, guardias y hombres a la caza formaban la fauna de todas las ciudades. Pero existía otra división fundamental, la de las mujeres que querían emanciparse para demostrar que ellas tenían tanta importancia como los varones.

-¿Te has dado cuenta de que hasta los frailes salen a fisgar? -comentó Miren.
-Claro -respondió Pili. Pero esos quieren hacer como que no nos ven. Pero si yo te contara. El otro día, uno de los frailes que da clase a mi Pedrito, me llamó a su despacho con la disculpa de hablarme del rendimiento de mi hijo. Pero, no te digo que al final de la charla hasta noté que se me insinuaba. No sé adónde vamos a llegar. Me quedé muerta.

Quizás Pili no fuera la mujer más inteligente del mundo, pero era una buena amiga. La verdad es que era un poco exagerada con las cosas que contaba, pero tenía siempre buen ojo con los hombres.

-No te hagas de nuevas. Que tú los conoces bien -intervino Miren. Aunque te parezca mentira, a mí que siempre soy distante en la oficina y no quiero ninguna tontería con los compañeros, soñé que me liaba con mi jefe.
-Cuenta. Eso me gusta.
-Como siempre anda tocándome la moral con lo de las cartas que me dicta y pidiéndome que le lleve café a todas horas para mirarme las piernas, tenía que llegar el momento en que soñara con él. Y la verdad es que me quedé satisfecha -añadió Miren.
-Uf, qué suerte. Porque yo no tengo más que vejestorios en el banco. El que no se duerme en su silla, se le cae la ceniza de los cigarros en la chaqueta arrugada. Una ruina. Para más inri, el auxiliar nuevo, no tiene ni un revolcón -dijo Pili.
-Pero es que además no veas cómo es mi jefe -subrayó Miren con un punto de ironía. Se cree un don Juan, aunque es calvo, tiene una tripa de cervecero que no se ve los pies, pero va tieso como una vela por la oficina y siempre rodeado de meapilas.
-A ver si se van a creer que solo ellos nos pasan revista a las mujeres. Nosotras también tenemos nuestro ranking -apuntó Pili.
-Cada vez que paso por su despacho me da un repelús que me ahogo -añadió Miren.
-Bueno nosotras a lo nuestro y cualquier día nos los comemos de aperitivo -sentenció Pili entre cómica y sarcástica.


La chica del bar

Juan pidió una caña y vio por primera vez a la chica sentada a una mesa del fondo del local. Entró en el bar de siempre aquella tarde insustancial. El camarero, aburrido, con la servilleta al hombro, miraba la caja tonta sin prestar atención. Le saludó con una sonrisa cansada. De vez en cuando, como si fuera un autómata, secaba las tazas y las colocaba sobre la cafetera automática. Los parroquianos habituales jugaban a las cartas en las mesas de formica con tapetes sucios. El ambiente, iluminado por fluorescentes blanquecinos, estaba cargado de olor a aceite de girasol de la cocina, a tabaco rancio y coñac barato que se pegaba a la ropa. La máquina tragaperras repetía su música cansina a la vez que un hombre ensimismado introducía monedas.
Desde que había salido de la oficina, después de atender en la ventanilla a los clientes del banco que acudían no solo a sacar dinero, sino a resguardarse del frío y a sentir que alguien se interesaba por ellos, presentía que hoy sería un día diferente. A veces, cuando se levantaba, su madre le decía que lo veía inquieto. No te preocupes, no es nada, le contestaba. Pero Juan siempre temía que el trastorno de su madre -vivía en su mundo, escribía durante noches enteras en su habitación y en ocasiones bebía sin control- le afectara. Su padre los había abandonado sin dar explicaciones cuando él era un crío, ella no lo había superado y Juan quedó traumatizado. Los compañeros en el colegio, siempre crueles, le preguntaban por su padre durante los recreos y en el camino de vuelta a casa.
Tenía ya treinta años y además de haber salido con algunas chicas de forma esporádica y después de una experiencia traumática con una compañera del trabajo, no conseguía que se fijaran en él. Alzó los ojos de la cerveza y con disimulo miró hacia la mesa del fondo, la chica estaba allí, con el pelo recogido en una coleta y los labios pintados con ligero carmín. Se enamoró al instante, aunque no lo supiera. Tenía las piernas cruzadas, vestía informal y con la mirada fija en el móvil y en la puerta, mientras esperaba. Sostenía de forma elegante un cigarrillo entre sus dedos, pero casi no tenía uñas de habérselas mordido. Parecía que alguien le había dado plantón y salió dejando un leve aroma a lavanda y mandarina.
A las tres y media, como todos los días, antes de subir a casa, el camarero le servía la cerveza, después de saludarlo con un leve movimiento de cejas. Allí volvía a estar ella, pero hoy estaba acompañada por un hombre vestido con traje y corbata. No parecían felices, ella lloraba con angustia por algo que le había dicho su amante. Juan no sabía qué hacer, si intervenir o dejar que todo fluyera. Tenía previsto dirigirse a la mesa después de que el tipo saliera por la puerta, pero no se atrevió.
Después de aquello y durante toda la semana, cuando llegaba al bar la veía seguir con su rutina de espera, pero el otro no volvió a aparecer. Su enamoramiento crecía sin control, pero nunca daba el paso. Notó que le miraba cuando pasó a su lado pidiéndole con los ojos que la ayudara. Sin embargo, no fue capaz de hablar, el dolor en el pecho de los latidos del corazón le paralizaba. Al mirar por la ventana del bar vio cómo un camión se la llevaba por delante.



Insomnio

Esta noche no ha pegado ojo. Como le gusta dormir con la ventana abierta, ahora que está solo, ha oído la lluvia intermitente en la terraza, el rumor de los coches al desplazarse por la calle, el rugido del camión de la basura con los contenedores, los ladridos del perrito de la vecina, las sirenas de la policía, el petardeo de una moto y los gritos de los últimos borrachos que se resisten a ir a casa. Coge un libro de la mesilla, pero no tiene ganas de leer, enciende la tele y todo le aburre, sale a la terraza a fumar, pero el pecho le arde, así que se le quitan las ganas.
Echa de menos a su mujer que aún conserva el trabajo en el turno de noche en la fábrica. Porque a Juan lo despidieron de la empresa hace ya dos años después de un ERE salvaje.
Son las seis de la mañana y continúa el pegajoso calor húmedo. Los autobuses comienzan su servicio diario. Le da tiempo para pensar, pero es lo peor que le puede pasar porque solo se le ocurren todo tipo de desgracias. Cuando vaya al bar de la esquina se lo contará a sus amigos, tan desocupados como él.

Nueva Zelanda. Isla Sur (11)

Antes de ir al aeropuerto de Christchurch, donde finalizamos este fantástico viaje por Nueva Zelanda, nos dirigimos a Akaroa. El puerto de A...