Juan pidió una caña y vio por primera vez a la chica sentada a una mesa del fondo del local. Entró en el bar de siempre aquella tarde insustancial. El camarero, aburrido, con la servilleta al hombro, miraba la caja tonta sin prestar atención. Le saludó con una sonrisa cansada. De vez en cuando, como si fuera un autómata, secaba las tazas y las colocaba sobre la cafetera automática. Los parroquianos habituales jugaban a las cartas en las mesas de formica con tapetes sucios. El ambiente, iluminado por fluorescentes blanquecinos, estaba cargado de olor a aceite de girasol de la cocina, a tabaco rancio y coñac barato que se pegaba a la ropa. La máquina tragaperras repetía su música cansina a la vez que un hombre ensimismado introducía monedas.
Desde que había salido de la oficina, después de atender en la ventanilla a los clientes del banco que acudían no solo a sacar dinero, sino a resguardarse del frío y a sentir que alguien se interesaba por ellos, presentía que hoy sería un día diferente. A veces, cuando se levantaba, su madre le decía que lo veía inquieto. No te preocupes, no es nada, le contestaba. Pero Juan siempre temía que el trastorno de su madre -vivía en su mundo, escribía durante noches enteras en su habitación y en ocasiones bebía sin control- le afectara. Su padre los había abandonado sin dar explicaciones cuando él era un crío, ella no lo había superado y Juan quedó traumatizado. Los compañeros en el colegio, siempre crueles, le preguntaban por su padre durante los recreos y en el camino de vuelta a casa.
Tenía ya treinta años y además de haber salido con algunas chicas de forma esporádica y después de una experiencia traumática con una compañera del trabajo, no conseguía que se fijaran en él. Alzó los ojos de la cerveza y con disimulo miró hacia la mesa del fondo, la chica estaba allí, con el pelo recogido en una coleta y los labios pintados con ligero carmín. Se enamoró al instante, aunque no lo supiera. Tenía las piernas cruzadas, vestía informal y con la mirada fija en el móvil y en la puerta, mientras esperaba. Sostenía de forma elegante un cigarrillo entre sus dedos, pero casi no tenía uñas de habérselas mordido. Parecía que alguien le había dado plantón y salió dejando un leve aroma a lavanda y mandarina.
A las tres y media, como todos los días, antes de subir a casa, el camarero le servía la cerveza, después de saludarlo con un leve movimiento de cejas. Allí volvía a estar ella, pero hoy estaba acompañada por un hombre vestido con traje y corbata. No parecían felices, ella lloraba con angustia por algo que le había dicho su amante. Juan no sabía qué hacer, si intervenir o dejar que todo fluyera. Tenía previsto dirigirse a la mesa después de que el tipo saliera por la puerta, pero no se atrevió.
Después de aquello y durante toda la semana, cuando llegaba al bar la veía seguir con su rutina de espera, pero el otro no volvió a aparecer. Su enamoramiento crecía sin control, pero nunca daba el paso. Notó que le miraba cuando pasó a su lado pidiéndole con los ojos que la ayudara. Sin embargo, no fue capaz de hablar, el dolor en el pecho de los latidos del corazón le paralizaba. Al mirar por la ventana del bar vio cómo un camión se la llevaba por delante.
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