viernes, 24 de abril de 2020

La cazuela de bacalao

El confinamiento obligatorio había agriado aún más la beligerante relación de vecindad entre Adelfa y Macario; ambos vivían solos. Ella (5º A), una cincuentona de buen ver, venenosa como el arbusto que le daba nombre, ejercía la molestia enciclopédica. Con su timbre pitudo, coreaba a voz en cuello viejas canciones de Mari Trini y Karina que repetía hasta la extenuación a pleno volumen; ponía la lavadora a medianoche y pasaba la rugiente aspiradora antes del amanecer. Él (4ºA), era un sexagenario alcohólico, amargado y antipático que no metía ruido pero torturaba a la vecina con los olores de sus comistrajos, que subían al apartamento de arriba como las almas al cielo. El perenne tufo a ajo frito era perfume de Dior en comparación con la peste de las sardinas que asaba en el balcón. Adelfa y Macario se insultaban a gritos todos los días, asomados en posiciones peligrosas para verse las caras. Los vecinos de alrededor y enfrente estaban de ellos hasta los huevos.
Una vez al año tocaba la administración de la comunidad a cada uno de los vecinos. Ahora pasaba de Macario a Adelfa y aquello no tenía buena pinta. Los enfrentamientos venían de antiguo. Se habían conocido en la fiesta de los chiquiteros, en el día de la patrona. Era una forma de cohesión social la costumbre del txikiteo tanto de hombres como de mujeres. Entonces se salía a la calle por cuadrillas y se compartía el tiempo con amigos y vecinos.
Adelfa acudía a la ofrenda floral a la Virgen de Begoña en el edificio de La Bolsa en representación de su aita -aquejado de cirrosis- al que le entregaban el Txikito de Honor. Después del lunch se quedaba por la calle Santa María con las amigas para disfrutar del ambiente y tontear con los chicos. Vivía en la cercana calle Pelota y si pimplaba en exceso llegaba enseguida a casa. Aunque en algunos bares les regalaban huevos duros para compensar el exceso de vinacha, al día siguiente la resaca la dejaba fuera de juego y vomitaba su peor carácter. No salía de casa durante varios días ni atendía a las llamadas de teléfono de las amistades. Infusión de manzanilla y un poco de caldo que le hacía su madre era lo único que tomaba. Con el paso de los días se le pasaba el aje y volvía a la normalidad. Era hija única, además de antojadiza. Había terminado el bachillerato en el instituto y estaba matriculada en Empresariales en la calle Elcano.
Macario había llegado talludito a vivir a la comunidad cuando se marchó del pueblo con treinta años. Allí solo tenía las tierras de los padres que casi no daban para vivir. No pasaban necesidades, pero quería conseguir algo mejor. Y quién sabe, algún día llevarlos a vivir con él. Había aprobado unas oposiciones, después de mucho esfuerzo, en la Caja de Ahorros y comenzó como ayudante administrativo. Con el tiempo iría escalando puestos hasta ser director de una sucursal. Los fines de semana le gustaba ir al cine y tomar unos txikitos con los amigos de la oficina. Aunque al principio vivía de alquiler consiguió comprar la vivienda con un préstamo blando de la Caja.
Y entonces al salir del ascensor vio a Aldelfa, la vecina del quinto, una jovencita atractiva y de buenas caderas que llevaba unos libros para ir a estudiar. Intentó darle los buenos días, pero ella pasó de largo como si allí en el portal no hubiera nadie. Recién llegado a la ciudad apenas conocía a alguna chica y se propuso conquistarla. A las compañeras del trabajo no podía proponerles nada porque todas tenían novio. Solo quedaba los fines de semana con los solterones para ir comer a algún txoko y por la noche subir a los antros de la otra parte de la ría. Al salir de casa podía oler el aroma de la colonia que ella dejaba todas las mañanas. Coincidían en el horario y uno de los días se dirigió a ella.
-¿Te importaría tomar algo por la tarde? Soy el vecino de abajo -le dijo.
-Ah, no sé. Depende de lo que me ofrezcas -añadió Adelfa.
Macario y Adelfa, con cierta diferencia de edad, salieron durante algún tiempo por los bares del Casco Viejo y los soportales de la Plaza Nueva. Algunos de los días cenaron bacalao en el Guria y para terminar la noche gin tonics en Barrencalle y Somera. Muchas de las noches, al volver a casa, le proponía pasar la noche en el piso de soltero, pero siempre le rechazaba. Se disculpaba con la excusa de cuidar a los padres, pero en una ocasión vio cómo subía con un chico a su casa. Sospechaba que tenía aventuras, porque de vez en cuando oía los chirridos del somier desde su habitación. Desde entonces rompieron la relación. En realidad, para ella solo era una distracción y un capricho; era libre de estar con quien quisiera, además no soportaba que fuera tan adulador.
Macario entró en un bucle de alcohol y antidepresivos que casi le cuesta el trabajo. Con el tiempo se recuperó, pero su odio hacia Adelfa aumentaba día a día. Era un alcohólico, asistía a las reuniones de AA pero no dejaba de beber en su piso. Los padres murieron en el pueblo y desde entonces llevaba una vida de trabajo y soledad. Su único objetivo era hacer la vida imposible a su antigua amiga. Le habían jubilado de forma anticipada con una buena paga hasta la edad oficial de retiro.
Adelfa no había tenido necesidad de trabajar por los ahorros que le habían dejado los padres al morir, pero se había convertido en una mujer fría que solo quería hacer que Macario desapareciera de su vida y de la comunidad. Se irritaba cada día más cuando subían los vapores de los asquerosos platos de su vecino y los gritos, canciones horteras e insultos en el patio iban en aumento.
Los dos se intercambiaban improperios, pero seguían en la misma casa desde entonces. El edificio, como ellos, empezaba a tener achaques y la reforma era inminente. Los papeles de la administración tenían que cambiar de uno a otra, de modo que para limar las asperezas de años, Adelfa le ofreció una buena cazuela de bacalao al pil pil, que tanto le gustaba a Macario.
La fecha de la convocatoria de la reunión estaba fijada con antelación, manteniendo las medidas de distancia social e higiene entre vecinos, pero Macario no bajó al portal. Al cabo de unos días, la vecina del tercero, que no había escuchado ruido durante unos días en el piso superior, tocó el timbre. Nadie abrió, pero un asqueroso tufo salía por debajo de la puerta. Avisaron a los municipales para que investigaran. Llamaron a un cerrajero y se encontraron el cuerpo en el suelo de la cocina. Solo quedaba una tajada en la cazuela.

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