domingo, 26 de abril de 2020

Manuel

Después de una jornada de trabajo en la fábrica a Manuel le gustaba darse una ducha. Subió sudando las escaleras de la pensión hasta su cuarto. Se quitó la ropa y abrió el grifó. Doña Juana, la dueña, tenía controlado el consumo de agua caliente, así que debía darse prisa. Subía por el patio un tufillo a podrido de las viejas cañerías, pero a través de la cristalera, mientras se enjabonaba, podía ver las ventanas de los pisos de enfrente. El agua templada le traía recuerdos de su casa en el pueblo. Allí no había calentador de gas butano, pero su madre le preparaba, después de llegar de trabajar en el campo, dos cubos de agua calentados en la cocina de carbón que le parecían el mayor placer del mundo. Salió de la ducha y se puso la muda limpia. En una de aquellas ventanas se encendió una bombilla y pudo ver la silueta de una chica joven mientras se desnudaba. La luz de la tarde parecía una tela de araña que se iba apoderando de los pisos interiores. Sonaba de fondo la música de alguna novela radiofónica de la tarde que iba y venía, así como los silbidos de las bandadas de vencejos. En la mesilla había dejado la carta que le había entregado la dueña al llegar. Se sentó frente al ventanal, de cara a la fachada de la otra casa. Allí seguía ella, pero ahora se había puesto un camisón y estudiaba a la luz de un flexo. La tarde caía con su color amarillo, carnoso, como la piel de un melocotón maduro. Manuel miraba con disimulo hacia la otra casa cuando se cruzaron las miradas. Un breve saludo le bastó para saber que era la mujer de su vida. La carta seguía allí, sobre la mesilla. La cogió, la olfateó y se fijó en la letra. Era la letra de su hermana. “Querido hijo…” Todos estaban bien le decía su madre y contentos de que tuviera un futuro en la cuidad. Le aconsejaba que se portara bien y que no se distrajera con nada. También añadía que su padre le esperaba en agosto para recoger la cosecha.
Entró por la ventana el olor de los geranios de la vecina mezclado con el aroma de la sopa de ajo que preparaba para la cena. En la casa de la chica se encendió la bombilla de filamentos de la cocina cuando su madre se preparaba para poner la chapa. El patio revivía al prenderse las débiles luces amarillas o blancas de los pisos. Se oían las voces de las madres llamando a los hijos y un niño de mantas lloraba pidiendo su comida. Antes de ir al comedor de la pensión consiguió que ella le mirara y con gestos le pidió que se encontraran en la calle después de cenar. La primavera inundaba el ambiente y los bares de la calle invitaban a pasar un rato a la fresca.

Quedaron aquella noche por los bares del barrio. Tenía que volver a casa a las diez, porque sus padres eran muy estrictos. Le dijo que estudiaba Magisterio en la universidad y que estaba a punto de acabar. Había sin duda algo en ella que cautivaba a Manuel. ¿Qué pensaría ella de este encuentro? ¿Había sido demasiado atrevido al proponerle que bajaran a la calle? ¿Qué dirían sus padres al saber que había conocido a una chica? Siempre le decían que era un precipitado, un aventado, que hacía los cosas sin pensar corriendo de un lado para otro sin parar. Tan pronto estaba en el río, como cazando pájaros o azuzando a los perros de los corrales. Recordaba el lamento de melancolía de su madre cuando decía que no sabía cuándo iba a madurar su hijo. Acordaron volverse a ver el próximo sábado.
La cita llegó a producirse, pero unas semanas más tarde. Al día siguiente se enteró, como todos los vecinos. Manuel era muy apreciado por los compañeros en la fundición. Estaba siempre dispuesto a ayudar. Era el chico que valía para todo. Una de las piezas que habían fabricado necesitaba de la ayuda de varios obreros para subirla al camión. Con mucha precaución fueron colocándola en la plataforma, pero al quitar el último apoyo, se desplazó y aplastó un brazo a Manuel. Le llevaron al hospital y allí consiguieron reconstruirlo.

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