John Ugalde era un héroe. Un héroe de verdad, marine del USS Utah, torpedeado en Pearl Harbor en la isla de Oahu. Sobrevivió al ataque y luchó en Okinawa, en Japón, en una de las más importantes batallas en el Pacífico durante la II Guerra Mundial. De allí trajo una bandera militar del Sol Naciente. Después de cinco meses de convalecencia en un hospital regresó a casa.
De origen vasco, su familia emigró a Idaho en el siglo XIX. Su padre era veterano de la I Guerra Mundial. Se dedicaban al pastoreo en las montañas de Boise hasta que empezó el conflicto. John siguió los pasos de su idolatrado aita, al que recordaba con cariño cuando contaba junto al fuego en el rancho las batallas en las que había participado y los amigos que había hecho. Se alistó en el Cuerpo de Marines a los veinte años después de cursar dos años de universidad, con el propósito de vivir nuevas aventuras y conocer otros países. Realizó los cursos de teniente en la academia militar para luego hacerse cargo de un pelotón jovencísimos reclutas. Embarcó lleno de ilusiones y nerviosismo en el buque de guerra en dirección al Pacífico. Se licenció condecorado con la medalla al valor y con el grado de capitán.
Al regresar a casa nos reunió en el taller de autobuses, donde trabajaban sus amigos. Allí estaban Michael, el mecánico, Eddie y su hijo David, el señor Houston, el cobrador, el ayudante Tony y yo, su sobrino Paul. Le adorábamos con aquel uniforme caqui que le sentaba como un guante, la gorra de plato y la bandera de Japón en las manos. Nosotros entonces nos moríamos de ganas por conocer las batallas en las que había participado y los lugares que había conocido. Tenía una voz desgastada y lenta como si fuera una persona mayor. A todos nos transmitía un sentimiento de tristeza por los compañeros que habían muerto y por las encarnizadas batallas en las que había participado.
-Cuéntanos cuando estuviste tres días seguidos en la trinchera sin poder salir por el ataque de los japoneses -le dijo Michael.
-Prefiero no recordar aquellos días. Había muchos compañeros que estaban heridos y no podían ser evacuados. No os imagináis cómo eran las noches llenas de gritos y lamentos. Era para volverse loco. El frío en las colinas nos invadía y las granadas caían sin cesar. Tenía a mi cargo un pelotón de hombres que luchaban por su país, pero que no nos llegaran refuerzos, les desesperaba. De verdad, las guerras solo traen desgracias y vidas rotas.
-¿Cómo eran los permisos cuando no estabais en el frente?
-Mira, Eddie. Nos llevaban a la ciudad y lo único que hacíamos era beber whisky y emborracharnos con la paga que nos daban. Sí, había fiestas y drogas, y las chicas venían a la residencia de oficiales. Nos divertíamos, incluso conocí a una preciosa chica hawaiana de la que me enamoré, pero ahora quiero olvidar.
-¿Cómo manteníais la moral alta? -preguntó el señor Houston.
-Cuando recibíamos noticias de casa era el mejor momento. Los primeros meses fueron muy duros. Solo pensábamos en volver, pero mientras estábamos en el cuartel manteníamos un buen ánimo.
-¿Qué le sucedió a la chica? -quería saber Tony.
-Se llamaba Kiana y vivía en una aldea cerca la base naval. Pero una noche, cuando estaba de permiso cenando con ella en un restaurante, un soldado borracho disparó su revólver en plena calle y le alcanzó una bala.
Mi tío siempre había sido un hombre alegre, pero en aquel momento enmudeció y la tristeza inundó el taller. Al cabo de unos meses encontró trabajo en el Bank of Idaho y pasó allí su vida hasta su jubilación.
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