martes, 8 de diciembre de 2020

El amuleto de plata

Desde hacía unos meses Susana vivía sola en el apartamento que alquiló cuando se separó de Mario. Había pasado una mala temporada, pero con los ahorros que tenía anteriores a casarse podía pagar la vivienda en una buena zona del centro. Allí en la ciudad, al final, se conocían todos, su familia había tenido un comercio de muebles y eran socios del casino. Le daba apuro bajar a la calle y encontrarse con alguien conocido. No quería dar explicación alguna. No le interesaban muchas cosas, tenía algunos buenos amigos y casi no iba a las tiendas para hacer los recados. Fatou, la chica senegalesa, le traía todo lo que necesitaba. El resto de vecinos de la casa vivía cada uno a su aire, apenas conocía a Carmen, la vecina mayor de al lado, y el portero le recogía a diario la bolsa de la basura. 

Justo antes de que empezara todo, había pasado el fin de semana en el piso de sus padres en la costa. La radio de la cocina, mientras miraba al mar, anunciaba la aparición de una contagiosa enfermedad y decidió volver. Llovía aquella tarde con intensidad y comenzaba a anochecer. Los últimos fríos del invierno se metían en los huesos. Se subió el cuello de la gabardina, puso la calefacción del vehículo y aceleró para llegar cuanto antes. Todavía no habían cambiado la hora y las calles estaban desiertas el domingo por la tarde. Aparcó, encendió las luces de la escalera, subió a pie y entró en casa. Antes de meterse en la cama dejó encendida la lamparita de la entrada.

Entonces llegó la prohibición de salir de casa. A Susana no le importaba demasiado la medida que habían tomado las autoridades porque estaba acostumbrada a estar sola, aunque, a pesar de todo, quería a alguien con quien estar. El fracaso de su matrimonio no le quitaba las ganas de rehacer su vida. 

A veces pasaba a su terraza el gato de la vecina. Cuando Carmen lo llamaba, hablaban un rato de cosas banales entre ellas, pero era un respiro. Se evadía de la realidad por unos momentos. Le dijo que era viuda y que vivía en el edificio desde que llegaron del pueblo. Otro día le pasaba un bizcocho o unas croquetas. Sin embargo, a medida que transcurrían las semanas de aquella pesadilla le empezaron a aparecer los primeros síntomas de claustrofobia. Se acordó del día cuando sor Lucía, en el colegio, la dejó castigada en el cuarto de la limpieza. Lo único que escuchaba era el ruido de las uñas de los ratones sobre el suelo de madera. La oscuridad y el frío de aquel lugar se le metieron en el cuerpo como un veneno sin antídoto. Tenía las manos metidas en los bolsillos de falda y apretaba un pequeño amuleto de plata que todavía conservaba. Se preguntaba en aquellos angustiosos momentos si le alcanzaría el oxígeno para respirar, si podría sobrevivir, si en algún momento saldría de allí. Nunca contó nada de aquel terrorífico episodio. Desde entonces sentía fobia a los espacios cerrados. Cuando sus amigas proponían ir al cine alguna tarde, siempre buscaba alguna disculpa para no quedar. Sentía que no podía enfrentarse a ese temor descomunal. Sabía el origen de su miedo, creía que lo tenía dominado, pero había vuelto a aparecer. 

El confinamiento en el espacio cerrado del piso suponía una limitación de movimientos, se sentía atrapada y el aire le faltaba. Conocía las consecuencias negativas que ya había sentido otras veces: palpitaciones, temblores, sofocos, sudoración, dolor de estómago, confusión... Con seguridad, pensaba, todos esos síntomas desaparecerían en cuanto terminara la situación para no enfrentarse de nuevo a aquello que temía. Debía protegerse de la ansiedad que la consumía. 

Pero empezó a tomar anfetaminas para poder estar despierta por las noches, porque comenzaba a tener somnifobia y creía que no podría despertar nunca. Su cuerpo y su mente notaron los efectos derivados de los problemas provocados por los trastornos de sueño. Deambulaba por el piso como un autómata. Había dejado de asearse y apenas comía. Había puesto la cama junto a la ventana para respirar cuando sentía que se ahogaba.

Cuando la situación mejoró, Carmen intentó que bajaran juntas a pasear, pero apenas pudo poner una disculpa, la ansiedad que ahora le producían los espacios abiertos le impedía moverse de su sitio. Solo accedió a pasar a su casa para tomar un café. Le costó arreglarse, se cepilló el pelo, se puso unos zapatos de tacón bajo y besó el amuleto de plata. 


sábado, 5 de diciembre de 2020

Retratos de un barrio

Exposición fotográfica de Bego Elexpe en la Sala de BilbaoHistoriko, en el número 32 de la calle San Francisco de Bilbao. “Retratos de un barrio-Auzo baten erretratuak”. Merece la pena acercarse por aquí hasta el 18 de diciembre para conocer la realidad social y comercial de San Francisco, Bilbao La Vieja y Zabala. 

Bego Elexpe, artista erandiotarra, tiene su estudio en la calle San Francisco 6, donde lleva ya varios años  viviendo y trabajando. Ha retratado a infinidad de personas, todas ellas diferentes pero con un denominador común: las ganas de tener un retrato diferente y por eso muchos han calificado su estilo como transgresor. 

Según BilbaoHistoriko y la Asoc. de Comerciantes y Empresas de San Francisco, Bilbao La Vieja y ZABALA, con este proyecto buscan dinamizar y ensalzar su zona de una manera moderna, cercana y actual, demostrando el carácter, variedad y calidad de un entorno con tanta historia. Invitan a la ciudadanía a que se acerque, conozca y participe de los tres barrios.




sábado, 7 de noviembre de 2020

No soy malo

Sr. Juez

Toda mi vida he sido un pobre desgraciado. Aunque mis padres eran buenas personas, siempre he tenido que valerme por mí mismo desde pequeño. Me dejaban en casa con mi abuela cuando se iban a trabajar y no regresaban hasta la noche. Estaba sorda como una tapia y se pasaba el día viendo los culebrones de la televisión. A mí ni me miraba. A veces subía el vecino de abajo y se quedaba en el salón. Cuando eso sucedía, me encerraba en la cocina. Luego me regalaba una pasta Reglero revenida, que escondía en el cuarto, y me decía que no contara nada. 

Recuerdo que antes de ir a la escuela de primaria ya tenía que hacer los recados para casa. Bajaba a la panadería y entraba en la tienda de ultramarinos. A todos les hacía gracia verme tan pequeño, incluso los hombres mayores sentados en la plaza me daban caramelos y me preguntaban que, si quería, ellos me acompañaban a casa. No era consciente de lo que podía haberme pasado. Me quedaba con las vueltas, que escondía detrás del armario. Como no tenía ningún tipo de vigilancia, uno de los días estuve a punto de caer por la ventana de casa al patio de luces. Gracias a que una vecina me chilló desde su balcón me di cuenta del peligro. Aquello se me quedó grabado y desde entonces he tenido ganas de lanzarme a lo desconocido.

Cuando fui a la escuela tuve que defenderme de los mayores que siempre abusaban de los más pequeños. Nos pedían el bocadillo o lo que tuviéramos y si no teníamos nada nos zurraban. Así porque sí. Uno de los días, me rodearon varios chavales en una de las esquinas del patio y el más grande, pero el más zopenco, empezó a pegarme solo por divertirse. Me meé en los pantalones, pero en un descuido que tuvo le clavé la pequeña navaja, escondida en mi bolsillo, en el brazo. Casi no le hice nada, pero fue suficiente para que no se volvieran a meter conmigo. El incidente llegó hasta el jefe de la banda de los abusones de la escuela y me propuso formar parte del grupo. 

Tenían planeado entrar en el colegio para robar en la secretaría. Me dijeron que ellos vigilaban en el exterior y que no me preocupara, que me cuidarían, que sabían que en esa parte del centro no había rejas y que al salir nos repartiríamos el botín. Con mis ganas de acceder a lo prohibido, no dudé en romper la ventana y entrar a robar. La alarma saltó cuando estaba dentro y la policía me llevó detenido al cuartelillo. Mis amigos desaparecieron y luego dijeron que no me conocían. Al llegar a casa mi padre me dio una paliza de campeonato, así que me dije que no volvería a hacer el chorra. Pero como la tentación era más fuerte que mi voluntad, hacía pequeños hurtos para mis gastos de tabaco, salir de parranda e invitar a las chicas al cine del barrio. Siempre quería lo que tenían los demás. No sé la razón, pero era así.

Cuando fui a la mili me junté con lo mejor de cada casa. Dentro del cuartel, si podía, robaba la ropa de maniobras a los compañeros para venderla a la gitana que se acercaba a la taberna donde nos cambiábamos el uniforme para salir de paseo y si afanaba algún reloj enseguida lo pulía en el Rastro. Las tardes con los compañeros en los parques del centro, para acelerar la adrenalina y hacernos los machotes, nos entreteníamos asustando a las parejas o dando una paliza al que se nos ponía chulo y por supuesto terminábamos ciegos de cerveza y coñac barato. Más de un día dormimos en el calabozo por mal comportamiento.

Al llegar licenciado a casa, después de pasar por varios empleos que no me duraron, entré a trabajar de portero en una comunidad de vecinos. La rutina del trabajo diario se me hacía cada día más cuesta arriba. En uno de los descansos, mientras me fumaba mi porro en un rincón apartado del jardín, vi que el vecino del tercero me espiaba. Sabía que vivía solo después de que murió su madre. Era un poco rarito y me propuse aprovecharme de él. 

Mi hice el encontradizo en el descansillo de la planta. Me gané su confianza y me pidió que regara las macetas cuando se marchaba los fines de semana. Tenía una vivienda amplia, un poco viejuna, pero con muchos objetos caros. 

Cuando unas semanas después creía que había salido hacia la casa del pueblo, entré en su casa. Pero, con tan mala suerte que todavía estaba allí. ¡Qué iba a hacer! Le di un golpe en la cabeza. Sí, lo confieso, secuestré y maté a ese hombre. Quería experimentar qué se sentía al asesinar a alguien. El asesinato que yo creía que era perfecto, fue una chapuza. Rocié el cuerpo, después de desnudarlo, con la lejía que empleaba para fregar el suelo, para eliminar pruebas. Después tiré la ropa en un contenedor y me marché a tomar copas. Pero la chica que iba a hacer la limpieza semanal encontró el cuerpo y la policía me detuvo después de comprobar las huellas en el piso y en el cuchillo jamonero. 

Pero no soy malo e intentaré corregirme. Clemencia, Sr. Juez.


domingo, 1 de noviembre de 2020

La carbonera

-¿Qué tenemos hoy para cenar? 

¡Qué asco me da! Esta vieja me quiere matar de hambre. Me estoy quedando en los huesos.

-Sopa de pollo y chicharro.

Una sopa instantánea de sobre asquerosa que guarda desde hace años en la despensa de la cocina y pescado en escabeche que apesta a vinagre.

-¿No tiene otra cosa?

-Si no está conforme búsquese otra pensión.

Para lo que paga este mangarrán y encima quiere exquisiteces.

-A ver si se estira y prepara algo diferente. Todos los días gallina amarga la cocina.

No puedo soportar el olor del aceite de girasol requemado y ajos que llega hasta el comedor. Leo los anuncios del periódico, pero no hay nada para mí. Cualquier día va a coger fuego toda la pensión y no salgo vivo de aquí.

-Necesito utilizar el teléfono, doña Petra.

¡Ah! Vendedor de enciclopedias y colecciones de novelas clásicas es una buena oportunidad.

-Sí, ahora quito el candado. Llamada local, nada de conferencias, se lo advierto.

Se cree que a mí me va a engañar. Como se pase, le cobro el doble en la próxima mensualidad. 

-No se preocupe, será rápido.

El día que encuentre un trabajo no sigo aquí ni un minuto más. Vieja avara, mucha misa diaria, pero cero piedades con los pupilos. Mira, ¡una cucaracha!

-Hace días que no veo a su marido. ¿Está enfermo? 

Seguro que se lo ha cargado. Era de pocas palabras, un bendito. Solo fumaba picado y salía a tomar unos chiquitos a la calle. Siempre con el traje limpio y los zapatos lustrosos con olor a betún. Nunca vi que fuera a trabajar a ningún sitio. Un hombre sin ningún quehacer se consume.

-Ha ido a pasar unos días a casa de su hermana en el pueblo. Tenía que arreglar unos papeles de las tierras.

Como me siga preguntando, no sé qué le voy a decir la próxima vez. Mejor que se ocupe de sus cosas. Ya tengo yo bastante con lo mío.

-El otro día su amigo Tomás me preguntó por él en la taberna de abajo.

Me dijo que la última vez que lo vio no tenía buena cara y que tenía miedo de la bruja de su mujer.

-Tomás. Ese es un aprovechado. Siempre le pedía dinero y tabaco a mi marido. 

Canalla. Como lo rechacé de joven, ahora me quiere joder con sus preguntitas.

-Buenas noches, doña Petra. Me voy a mi habitación. 

-Hasta mañana, que descanse.

Esto no me huele bien. Tengo que enterarme del paradero del pobre hombre. Me pongo a leer una de las novelas de Marcial Lafuente que tengo en la mesilla cuando entra una cucaracha por debajo de mi puerta. Me levanto para ver de dónde viene y veo varias que llegan de la cocina. Voy hasta allí y salen con total desfachatez de la carbonera. Corro la cortinilla y me encuentro un zapato que sale por debajo del montón.



domingo, 25 de octubre de 2020

Pagar por la información

Rosa Galtieri y Pablo Crespo formaban pareja profesional desde hacía años. Trabajaban en nómina del periódico de sucesos El Sanguinario, que había resucitado el estilo sensacionalista y truculento del famoso semanario El Caso. Rosa era reportera y Pablo hacía las fotos. Solían llegar a la escena del crimen con prontitud. El inspector de homicidios Luis Garduña, alias Ventosa, era amante de la periodista y la mantenía bien informada.

Corría la voz en la redacción de que Rosa había conocido a Garduña en un momento difícil de su vida. Nació en un barrio obrero a las afueras de la gran ciudad. El padre trabajaba en la fábrica de aceros pero se soplaba el sueldo en las tabernas. En más de una ocasión tuvo que ir a buscarlo y enfrentarse a él en plena calle para llevarlo a casa. No le afectaba que su padre fuera un borracho, ni que no entregara el sobre en casa, lo que más temor le daba es que la vieran sus amigas en esa situación. La madre era modista y cosía para las familias ricas del centro. Gracias a una beca y al dinero que le daba a escondidas, como era una chica despierta e inteligente logró hacer periodismo aprobando curso a curso en junio. En el verano se dedicaba a trabajar y ahorrar para sus gastos. Al poco de licenciarse entró en una publicación semanal para escribir los sueltos sobre algún asunto de actualidad. Allí empezó a tomar contacto con la información de sucesos: delitos, siniestros, así como los homicidios, los accidentes de tráfico, el tráfico de drogas y los robos. Era un campo informativo que no le disgustaba. A menudo leía el semanario El Caso, que su padre compraba los sábados, y tenía la estantería de su habitación llena de novelas negras. Como recordaba que le enseñaron en las aulas, en el periodismo existe una premisa que resume claramente el contenido de este tipo de noticias: Goods news are not news (“Las buenas noticias no son noticia”). Las “malas noticias” son siempre noticia y ahí tenía una buena fuente de sustento.

Al poco tiempo cambió de publicación y entró a formar parte de plantilla de El Sanguinario. Conoció a Luis Garduña, alias Ventosa, en uno de los reportajes que le encargaron. Era uno de los tipos con menos moral que había conocido y eso que por su especialidad en el ámbito de sucesos había tenido que lidiar con numerosos delincuentes y asesinos. 

Rosa contaba con un historial amplio de relaciones, pero breves, y aunque estaba viviendo un gran momento profesional, no se podía decir lo mismo en el plano sentimental. Seguía sola y empezaba a notar el deseo de tener algo estable. Al inicio de la universidad salió con un chico de clase, pero la relación no funcionó porque un día se lo encontró morreándose en la escalera de subida a las aulas con la más lanzada del curso. Durante el verano que trabajó en la piscina municipal se lio con un imberbe que no tenía ninguna experiencia en las relaciones sexuales. Tampoco funcionó. Lucca, estudiante italiano de Erasmus, fue la siguiente pareja. Alquilaban una habitación en casa de unos amigos estudiantes y acudían a conciertos y fiestas de la Facultad, tonteaban con las drogas, pero cuando se marchó a su país dejaron de verse. La pareja de mayor duración fue Pablo Crespo, compañero de Comunicación Audiovisual y el noviazgo más largo. Disfrutaban de los paseos por el monte, de las tardes en su habitación en la casa de los padres y de las copas en los bares canallas. Enseguida lo contrataron como fotógrafo freelance en varias publicaciones importantes y a menudo salía de viaje a cubrir alguna noticia en el extranjero. Rosa no era de guardar ausencias y terminaron de forma amistosa la relación. Aunque luego se lo encontraría como compañero que la acompañaba a los lugares de los sucesos. Cuando entró en el primer semanario se juntó con Mario, que tenía novia formal y con esa sombra permanente era imposible que llegaran a algo definitivo. 

La relación con el inspector Luis Garduña alias Ventosa solo le trajo disgustos y adicción al alcohol. Lo conoció en el lugar del asesinato de una pareja de gays en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad. Los coches de policía no rondaban mucho por aquellas calles, pero el inspector vio en ella a una periodista con ambición y la cameló para que fuera su fuente. Cada vez que se producía un caso ella estaba allí la primera, junto con Pablo, y se ganó la confianza de sus jefes por los excelentes reportajes sobre sucesos, comisión de delitos contra la libertad personal, contra la libertad sexual y robos que tanto gustaban a los lectores del periódico sensacionalista. Pero lo que no sabían era el precio que tenía que pagar por la información. 

Quedaban en la habitación de un hotel que él reservaba cerca de un polígono industrial para saldar sus deudas. Siempre que acudía se tomaba varias copas de whisky para aguantar el mal trago. Aunque era consciente de que mantener relaciones sexuales por la fuerza y bajo amenazas no lo debía consentir por más tiempo, no era capaz de librarse de Garduña. Las emociones negativas, la culpa y la baja autoestima empezaban a hacer mella. El alcohol se hizo habitual en su vida y solo se calmaba con dosis de bebidas con cada vez mayor grado alcohólico, incluso mostraba síntomas de abstinencia cuando intentaba dejar de beber. La absenta era lo único que la calmaba. La situación era insostenible. Pensó en Pablo.

Pablo había estado prendado de Rosa desde el primer momento que la vio en la cafetería de la facultad. Aquellos vestidos sencillos pero elegantes que le confeccionaba su madre le tenían cautivado. Cuando estuvieron saliendo durante el curso, fueron los momentos más alegres de su vida. Venía de una familia con dinero, pero aburridos crónicos. Luego la vida los distanció, pero ahora trabajaban juntos. En el fondo siempre había estado enamorado de ella. No entendía cómo podía estar con ese tipejo.

Antes de llegar a la habitación, Rosa olió el rastro del sudor y la colonia de Garduña en el pasillo. Al entrar por la puerta y abrazarse a él lo apuñaló en el estómago. La sangre empañó la camisa blanca y el pantalón de pinzas. Antes de que cayera al suelo lo sujetó y avisó a Pedro para que saliera del cuarto de la limpieza en el rellano. Con el cuerpo aún caliente lo metieron en un saco impermeable para cadáveres. Le vaciaron la cartera y cogieron la pistola. Arrastraron el cuerpo hasta el ascensor y bajaron al aparcamiento. Salieron sin que nadie los viera. Primero tiraron el arma al río y después arrojaron el cuerpo en una sima en el monte por el que les gustaba ir a pasear.

Estar con Pablo era como volver a casa.



lunes, 12 de octubre de 2020

La cazuela de bacalao

El confinamiento obligatorio había agriado aún más la beligerante relación de vecindad entre Adelfa y Macario; ambos vivían solos. Ella (5º A), una cincuentona de buen ver, venenosa como el arbusto que le daba nombre, ejercía la molestia enciclopédica. Con su timbre pitudo, coreaba a voz en cuello viejas canciones de Mari Trini y Karina que repetía hasta la extenuación a pleno volumen; ponía la lavadora a medianoche y pasaba la rugiente aspiradora antes del amanecer. Él (4ºA), era un sexagenario alcohólico, amargado y antipático que no metía ruido pero torturaba a la vecina con los olores de sus comistrajos, que subían al apartamento de arriba como las almas al cielo. El perenne tufo a ajo frito era perfume de Dior en comparación con la peste de las sardinas que asaba en el balcón. Adelfa y Macario se insultaban a gritos todos los días, asomados en posiciones peligrosas para verse las caras. Los vecinos de alrededor y enfrente estaban de ellos hasta los huevos. 

Una vez al año tocaba la administración de la comunidad a cada uno de los vecinos. Ahora pasaba de Macario a Adelfa y aquello no tenía buena pinta. Los enfrentamientos venían de antiguo. Se habían conocido en la fiesta de los chiquiteros, en el día de la patrona. Era una forma de cohesión social la costumbre del txikiteo tanto de hombres como de mujeres. Entonces se salía a la calle por cuadrillas y se compartía el tiempo con amigos y vecinos. 

Adelfa acudía a la ofrenda floral a la Virgen de Begoña en el edificio de La Bolsa en representación de su aita -aquejado de cirrosis- al que le entregaban el Txikito de Honor. Después del lunch se quedaba por la calle Santa María con las amigas para disfrutar del ambiente y tontear con los chicos. Vivía en la cercana calle Pelota y si pimplaba en exceso llegaba enseguida a casa. Aunque en algunos bares les regalaban huevos duros para compensar el exceso de vinacha, al día siguiente la resaca la dejaba fuera de juego y vomitaba su peor carácter. No salía de casa durante varios días ni atendía a las llamadas de teléfono de las amistades. Infusión de manzanilla y un poco de caldo que le hacía su madre era lo único que tomaba. Con el paso de los días se le pasaba el aje y volvía a la normalidad. Era hija única, además de antojadiza. Había terminado el bachillerato en el instituto y estaba matriculada en Empresariales en la calle Elcano.

Macario había llegado talludito a vivir a la comunidad cuando se marchó del pueblo con treinta años. Allí solo tenía las tierras de los padres que casi no daban para vivir. No pasaban necesidades, pero quería conseguir algo mejor. Y quién sabe, algún día llevarlos a vivir con él. Había aprobado unas oposiciones, después de mucho esfuerzo, en la Caja de Ahorros y comenzó como ayudante administrativo. Con el tiempo iría escalando puestos hasta ser director de una sucursal. Los fines de semana le gustaba ir al cine y tomar unos txikitos con los amigos de la oficina. Aunque al principio vivía de alquiler consiguió comprar la vivienda con un préstamo blando de la Caja. 

Y entonces al salir del ascensor vio a Aldelfa, la vecina del quinto, una jovencita atractiva y de buenas caderas que llevaba unos libros para ir a estudiar. Intentó darle los buenos días, pero ella pasó de largo como si allí en el portal no hubiera nadie. Recién llegado a la ciudad apenas conocía a alguna chica y se propuso conquistarla. A las compañeras del trabajo no podía proponerles nada porque todas tenían novio. Solo quedaba los fines de semana con los solterones para ir comer a algún txoko y por la noche subir a los antros de la otra parte de la ría. Al salir de casa podía oler el aroma de la colonia que ella dejaba todas las mañanas. Coincidían en el horario y uno de los días se dirigió a ella. 

-¿Te importaría tomar algo por la tarde? Soy el vecino de abajo -le dijo. 
-Ah, no sé. Depende de lo que me ofrezcas -añadió Adelfa.

Macario y Adelfa, con cierta diferencia de edad, salieron durante algún tiempo por los bares del Casco Viejo y los soportales de la Plaza Nueva. Algunos de los días cenaron bacalao en el Guria y para terminar la noche gin tonics en Barrencalle y Somera. Muchas de las noches, al volver a casa, le proponía pasar la noche en el piso de soltero, pero siempre le rechazaba. Se disculpaba con la excusa de cuidar a los padres, pero en una ocasión vio cómo subía con un chico a su casa. Sospechaba que tenía aventuras, porque de vez en cuando oía los chirridos del somier desde su habitación. Desde entonces rompieron la relación. En realidad, para ella solo era una distracción y un capricho; era libre de estar con quien quisiera, además no soportaba que fuera tan adulador. 

Macario entró en un bucle de alcohol y antidepresivos que casi le cuesta el trabajo. Con el tiempo se recuperó, pero su odio hacia Adelfa aumentaba día a día. Era un alcohólico, asistía a las reuniones de AA pero no dejaba de beber en su piso. Los padres murieron en el pueblo y desde entonces llevaba una vida de trabajo y soledad. Su único objetivo era hacer la vida imposible a su antigua amiga. Le habían jubilado de forma anticipada con una buena paga hasta la edad oficial de retiro. 

Adelfa no había tenido necesidad de trabajar por los ahorros que le habían dejado los padres al morir, pero se había convertido en una mujer fría que solo quería hacer que Macario desapareciera de su vida y de la comunidad. Se irritaba cada día más cuando subían los vapores de los asquerosos platos de su vecino y los gritos, canciones horteras e insultos en el patio iban en aumento.

Los dos se intercambiaban improperios, pero seguían en la misma casa desde entonces. El edificio, como ellos, empezaba a tener achaques y la reforma era inminente. Los papeles de la administración tenían que cambiar de uno a otra, de modo que para limar las asperezas de años, Adelfa le ofreció una buena cazuela de bacalao al pil pil, que tanto le gustaba a Macario. 

La fecha de la convocatoria de la reunión estaba fijada con antelación, manteniendo las medidas de distancia social e higiene entre vecinos, pero Macario no bajó al portal. Al cabo de unos días, la vecina del tercero, que no había escuchado ruido durante unos días en el piso superior, tocó el timbre. Nadie abrió, pero un asqueroso tufo salía por debajo de la puerta. Avisaron a los municipales para que investigaran. Llamaron a un cerrajero y se encontraron el cuerpo en el suelo de la cocina. Solo quedaba una tajada en la cazuela.


sábado, 3 de octubre de 2020

Tom

Aquella noche había nevado con ganas. Ni en sus peores pesadillas se había imaginado algo así. ¡Qué locura! Tom corrió la cortina y miró por la ventana. La nieve llegaba hasta el junquillo podrido. Del oxidado tractor, que estaba cubierto por una gruesa capa blanca, solo se veía la cabina. En la vieja camioneta Ford que utilizaba para ir al pueblo, apenas se apreciaba su forma. El destartalado granero soportaba con dificultad la presión del peso de la nieve. Oía a los animales pedir su ración de comida. Arrastrándose, salió por la ventana para repartir el pienso, atender al ganado y vigilar la producción. Rex, el fiero perro guardián, estaba escondido entre las ruedas del remolque. Después prepararía el desayuno a sus padres.

Tom se había criado en una caravana destartalada junto al mar en Galveston. Acudía a la escuela para no perder la ayuda económica del condado, pero no le sirvió de mucho la formación y con dieciséis años, límite de la escolarización obligatoria, abandonó las clases. Por lo menos, durante ese tiempo, tenía comida caliente asegurada todos los días. Como era un chico fuerte y ágil, jugó en el equipo juvenil de rugby del centro. Solo sabía cumplir las órdenes de su entrenador: “por aquí que no pasen”. Y lo hacía a la perfección.

Sus padres, alcohólicos los dos, se dedicaban al trapicheo en toda la zona del noroeste del Golfo de México. Eran viejos conocidos de la policía y en muchas ocasiones los habían traído a casa, pero cuando perdían el conocimiento en cualquier esquina, pasaban algunas noches en el calabozo municipal. Los peores días eran los de Mardi Grass. Allí llevaban las botellas de licor casero de cereales -robados-, que fabricaban en el alambique clandestino del cobertizo, incluso los mezclaban con hierbas aromáticas que cogían en las cunetas. A Tom le encargaban de vigilar el proceso y del filtrado. Para embotellarlo no le necesitaban. Las botellas se las quitaban de las manos en cuanto abrían el maletero de la ranchera. Era un gran negocio, pero en vez de ahorrar lo que ganaban, lo gastaban en emborracharse. 

Cuando llegaban a casa Tom los atendía. Muchas veces no sabían ni dónde estaban. Hacían sus cosas en el suelo de sintasol de la cocina o en el cubo de la basura. Eran una piltrafa. La caravana siempre olía a vómito y whisky. Una de las noches les dijo que si no asistían a las reuniones de Alcohólicos Anónimos en Ursuline Street, él los abandonaría. Cumplieron su palabra un mes, pero dejaron de ir porque a un local parroquial solo iban desesperados, argumentaban, y ellos no estaban en esa situación. Además, odiaban todo lo que tuviera que ver con la iglesia. Pero lo peor era que si no bebían se ponían tristes y empezaban a pensar. Y como ellos decían, bebían para no pensar en esa voz interior.

El día que se marchó de casa sus padres dormían la mona tirados en el suelo del cobertizo. Se habían bebido las últimas botellas de aguardiente escondidas. El aire caliente del Golfo lo acompañó hasta la parada del autobús. Había nubes negras de tormenta que venían del mar y se oían los móviles de conchas colgados en los balcones cuando ingresó en la oficina de alistamiento del ejército. Al cumplir los dieciocho entró a formar parte del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. En un viaje con la escuela de primaria visitaron una base militar en San Antonio y desde entonces lo tenía pensado. En el último curso era el encargado de izar y arriar la bandera todos los días.

Después del periodo de formación, donde tuvo que superar todo tipo de pruebas, lo destinaron a una unidad que tenía orden de intervenir en Afganistán. En octubre de 2001, el presidente Bush había dado la orden de invadir el país por miedo a la amenaza de los talibanes. Allí conoció al sargento Clarke, su segundo padre, un hombre recto y de difícil carácter, por el que estaba dispuesto a dar su vida si fuera necesario. En alguna ocasión se la salvó. Era su mano derecha, acataba todas las órdenes que recibía, por muy descabelladas que fueran. Cometieron muchas atrocidades durante aquel tiempo. En una de las noches de misión en patrulla por las estrechas carreteras de montaña del país siguiendo el rastro de unos traficantes de opio, le dijo que para conseguir la felicidad terrenal debía cumplir dos requisitos: buen apetito y ningún escrúpulo. El sargento los seguía a rajatabla, decía, y no le iba mal. Desde ese momento Tom no olvidó el consejo. 

Al regresar a casa, después de licenciarse, su madre, que vivía del dinero que le enviaba, estaba muy deteriorada. Tom había comprado el terreno donde vivían y construyó una pequeña casa en el antiguo cobertizo, pero al poco tiempo ella murió. El padre falleció unos meses después de haberse alistado. Acudió a varios homenajes a los veteranos en Houston, pero a pesar de haber defendido a su país en la guerra contra Al Qaeda no encontraba ningún trabajo. Pasaban los meses, el dinero para la barbacoa y las cervezas con los amigos estaba próximo a terminarse y su estado anímico se tambaleaba. Incluso intentó poner en funcionamiento el viejo alambique que ahora guardaba en el garaje.

Uno de los días apareció por la finca en un BMW deportivo Andrew, al que no había visto desde el colegio. Habían jugado en el equipo y era uno de los traficantes de droga y personas entre México y Texas. Tom ya había tenido contacto con los estupefacientes en la base de Kabul. El continuo estado de ansiedad en el que vivía solo podía soportarlo con el consumo. Tenía dinero, dentro del ejército obtenía todo lo que necesitaba y podía salir a las zonas seguras para relajarse, comer y fumar hierba. Como era experto en manejar armas le propuso unirse a la banda.

El dinero desde entonces entraba en su vida a raudales. Los excesos y el consumo de cocaína empezaban a pasarle factura. Los jefes le llamaban con frecuencia para las operaciones porque no tenía escrúpulos con nada. Tanto disparaba contra la policía de fronteras si estaba en apuros, como no dudaba en asesinar a los migrantes que no cumplían las normas. 

Uno de los días hubo un enfrentamiento con otra banda por controlar el territorio. Se dispararon durante horas con armas automáticas. La mayoría murieron, entre ellos Tom, que ya no tuvo que cumplir con ninguno de los dos requisitos.


sábado, 26 de septiembre de 2020

La casa de Miguel


Hace unos años visité la Casa Museo de Miguel Hernández en Orihuela. Recorrer las calles que pisó el poeta, mientras el sol caía sin piedad, me transportó al paisaje árido que rodeaba a Miguel durante su niñez y adolescencia. Aquel viaje fue el viaje del descubrimiento del autor de Nanas de la cebolla. 

Cercana a la casa estaba el majestuoso Colegio Santo Domingo de los jesuitas, donde estudió hasta los quince años, que fue cuando abandonó las aulas para ayudar a su padre como pastor de cabras. Mientras cuidaba el rebaño leía a escondidas del progenitor y escribía sus primeros versos. Los libros fueron su principal fuente de educación, convirtiéndose en una persona autodidacta.

Allí vivió con su familia desde 1914 hasta 1934 antes de marcharse a Madrid. La casa era una explotación ganadera como muchas otras a principios del siglo XX. Se conservaba el mobiliario y ajuar doméstico típico de las viviendas tradicionales oriolanas, junto a fotografías de distintos momentos de la vida del poeta y recuerdos de la familia.


La casa, pegada al terreno en pendiente, se dividía en el patio con un pozo, el corral del ganado, el comedor, la salita, la habitación de los padres, la de las hermanas (Elvira y Encarna), la cocina, la alcoba que compartía con su hermano Vicente y el huerto con la higuera en la que solía apoyarse Miguel para escribir y a la que dedicó algunos poemas, “volverás a mi huerto y a mi higuera”, así como a las palmeras del cercano Palmeral de San Antón a los pies de la Sierra de Orihuela “la palmera levantina, la columna que camina”.
Después me acerqué hasta la calle Ramón Sijé, uno de sus grandes amigos, con el que formó parte de la tertulia literaria oriolana, al que dedicó Elegía: “Yo quiero se llorando el hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas/ compañero del alma, tan temprano”.
Aunque eran dos personas muy diferentes en sus ideologías políticas, los unió una fuerte amistad y su gran interés por la poesía. Sus primeras publicaciones aparecieron en la revista de su amigo, El Gallo Crisis, y su primer libro, Perito en lunas, editado en 1933.
En 1934 fue a Madrid, donde al principio pasó mucha necesidad, pero allí comenzó a publicar en la revista Cruz y Raya. Trabajó como redactor en el diccionario taurino El Cossío y en las Misiones pedagógicas de Alejandro Casona. Escribió en estos años los poemas: El silbo vulnerado, Imagen de tu huella, y el más conocido: El Rayo que no cesa (1936).
Cuando llegó la Guerra Civil, se afilió al Partido Comunista y se alistó en el ejército republicano. Durante el conflicto bélico se dedicó a una actividad propagandística y durante ese periodo escribió sus poemarios políticos: Viento del pueblo y El hombre acecha. En 1937 se casó con Josefina Manresa, con quien vivió poco tiempo, pues al finalizar la Guerra con la victoria del bando franquista, fue condenado a muerte, aunque la pena fue conmutada por la de treinta años. Sin embargo, murió de tuberculosis en el penal de Alicante en 1942.
Joan Manuel Serrat, dentro de su álbum Miguel Hernández, en 1972, junto con otras canciones basadas en otros trabajos del poeta puso música a: Para la libertad, La boca, Umbrío por la pena, Nanas de la cebolla (escrita en la cárcel y dedicada a su mujer y su hijo que solo tenían para comer pan y cebolla), Romancillo de mayo, El niño yuntero, Canción última, Llegó con tres heridas y Menos tu vientre: Menos tu vientre/ todo es oscuro. Menos tu vientre/ claro y profundo.


jueves, 24 de septiembre de 2020

Carola se ilumnina


El pasado martes se inauguró el proyecto lumínico artístico “Carolaren Arima” de Itsasmuseum Bilbao financiado por Obra Social BBK y la Diputación. Una iniciativa que une arte, tecnología y patrimonio industrial de Bizkaia. La iluminación de la grúa Carola permite ofrecer un elemento cultural atractivo y contemporáneo que persigue poner en valor el patrimonio y la memoria industrial de Bizkaia, indican responsables del museo.

La Carola, que estuvo en activo hasta el cierre del astillero Euskalduna, es la única grúa que permanece en Bilbao cuya función fue la construcción naval. Lleva ahí desde los años 50.

Su nombre se debe a una mujer de Deusto, que cruzaba todos los días la ría en el bote para ir a trabajar.

Su belleza hacía parar el trabajo de los obreros que se quedaban mirándola.

Se cuenta en Deusto que el gerente de Euskalduna propuso pagarle un taxi porque le salía más barato que parar la producción, pero ella no aceptó y siguió cruzando la ría como siempre.

La grúa Carola era utilizada en la construcción de barcos para los astilleros Euskalduna. Con una altura de 60 m, esta grúa cigüeña de 30 toneladas salió de los Talleres de Erandio, S.A. En su momento fue la de mayor potencia de las fabricadas en España, y la primera en atender los trabajos de prefabricación y montaje de bloques en grada que se instaló en Bilbao.



sábado, 19 de septiembre de 2020

El héroe

John Ugalde era un héroe. Un héroe de verdad, marine del USS Utah, torpedeado en Pearl Harbor en la isla de Oahu. Sobrevivió al ataque y luchó en Okinawa, en Japón, en una de las más importantes batallas en el Pacífico durante la II Guerra Mundial. De allí trajo una bandera militar del Sol Naciente. Después de cinco meses de convalecencia en un hospital regresó a casa. 
De origen vasco, su familia emigró a Idaho en el siglo XIX. Su padre era veterano de la I Guerra Mundial. Se dedicaban al pastoreo en las montañas de Boise hasta que empezó el conflicto. John siguió los pasos de su idolatrado aita, al que recordaba con cariño cuando contaba junto al fuego en el rancho las batallas en las que había participado y los amigos que había hecho. Se alistó en el Cuerpo de Marines a los veinte años después de cursar dos años de universidad, con el propósito de vivir nuevas aventuras y conocer otros países. Realizó los cursos de teniente en la academia militar para luego hacerse cargo de un pelotón de jovencísimos reclutas. Embarcó lleno de ilusiones y nerviosismo en el buque de guerra en dirección al Pacífico. Se licenció condecorado con la medalla al valor y con el grado de capitán.
Al regresar a casa nos reunió en el taller de autobuses, donde trabajaban sus amigos. Allí estaban Michael, el mecánico, Eddie y su hijo David, el señor Houston, el cobrador, el ayudante Tony y yo, su sobrino Paul. Le adorábamos con aquel uniforme caqui que le sentaba como un guante, la gorra de plato y la bandera de Japón en las manos. Nosotros entonces nos moríamos de ganas por conocer las batallas en las que había participado y los lugares que había conocido. Tenía una voz desgastada y lenta como si fuera una persona mayor. A todos nos transmitía un sentimiento de tristeza por los compañeros que habían muerto y por las encarnizadas batallas en las que había participado.

-Cuéntanos cuando estuviste tres días seguidos en la trinchera sin poder salir por el ataque de los japoneses -le dijo Michael.
-Prefiero no recordar aquellos días. Había muchos compañeros que estaban heridos y no podían ser evacuados. No os imagináis cómo eran las noches llenas de gritos y lamentos. Era para volverse loco. El frío en las colinas nos invadía y las granadas caían sin cesar. Tenía a mi cargo un pelotón de hombres que luchaban por su país, pero que no nos llegaran refuerzos, les desesperaba. De verdad, las guerras solo traen desgracias y vidas rotas. 
-¿Cómo eran los permisos cuando no estabais en el frente?
-Mira, Eddie. Nos llevaban a la ciudad y lo único que hacíamos era beber whisky y emborracharnos con la paga que nos daban. Sí, había fiestas y drogas, y las chicas venían a la residencia de oficiales. Nos divertíamos, incluso conocí a una preciosa chica hawaiana de la que me enamoré, pero ahora quiero olvidar.
-¿Cómo manteníais la moral alta? -preguntó el señor Houston.
-Cuando recibíamos noticias de casa era el mejor momento. Los primeros meses fueron muy duros. Solo pensábamos en volver, pero mientras estábamos en el cuartel manteníamos un buen ánimo.
-¿Qué le sucedió a la chica? -quería saber Tony.
-Se llamaba Kiana y vivía en una aldea cerca de la base naval. Pero una noche, cuando estaba de permiso cenando con ella en un restaurante, un soldado borracho disparó su revólver en plena calle y le alcanzó una bala.

Mi tío siempre había sido un hombre alegre, pero en aquel momento enmudeció y la tristeza inundó el taller. Al cabo de unos meses encontró trabajo en el Bank of Idaho y pasó allí su vida hasta su jubilación.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Manuel

 Después de una jornada de trabajo en la fábrica a Manuel le gustaba darse una ducha. Subió sudando las escaleras de la pensión hasta su cuarto. Se quitó la ropa y abrió el grifo. Doña Juana, la dueña, tenía controlado el consumo de agua caliente, así que debía darse prisa. Subía por el patio un tufillo a podrido de las viejas cañerías, pero a través de la cristalera, mientras se enjabonaba, podía ver las ventanas de los pisos de enfrente. El agua templada le traía recuerdos de su casa en el pueblo. Allí no había calentador de gas butano, pero su madre le preparaba, después de llegar de trabajar en el campo, dos cubos de agua calentados en la cocina de carbón que le parecían el mayor placer del mundo. Salió de la ducha y se puso la muda limpia. En una de aquellas ventanas se encendió una bombilla y pudo ver la silueta de una chica joven mientras se desnudaba. La luz de la tarde parecía una tela de araña que se iba apoderando de los pisos interiores. Sonaba de fondo la música de alguna novela radiofónica de la tarde que iba y venía, así como los silbidos de las bandadas de vencejos. En la mesilla había dejado la carta que le había entregado la dueña al llegar. Se sentó frente al ventanal, de cara a la fachada de la otra casa. Allí seguía ella, pero ahora se había puesto un camisón y estudiaba a la luz de un flexo. La tarde caía con su color amarillo, carnoso, como la piel de un melocotón maduro. Manuel miraba con disimulo hacia la otra casa cuando se cruzaron las miradas. Un breve saludo le bastó para saber que era la mujer de su vida. La carta seguía allí, sobre la mesilla. La cogió, la olfateó y se fijó en la letra. Era la letra de su hermana. “Querido hijo…” Todos estaban bien le decía su madre y contentos de que tuviera un futuro en la cuidad. Le aconsejaba que se portara bien y que no se distrajera con nada. También añadía que su padre le esperaba en agosto para recoger la cosecha.

Entró por la ventana el olor de los geranios de la vecina mezclado con el aroma de la sopa de ajo que preparaba para la cena. En la casa de la chica se encendió la bombilla de filamentos de la cocina cuando su madre se preparaba para poner la chapa. El patio revivía al prenderse las débiles luces amarillas o blancas de los pisos. Se oían las voces de las madres llamando a los hijos y un niño de mantas lloraba pidiendo su comida. Antes de ir al comedor de la pensión consiguió que ella le mirara y con gestos le pidió que se encontraran en la calle después de cenar. La primavera inundaba el ambiente y los bares de la calle invitaban a pasar un rato a la fresca.

 

Quedaron aquella noche por los bares del barrio. Tenía que volver a casa a las diez, porque sus padres eran muy estrictos. Le dijo que estudiaba Magisterio en la universidad y que estaba a punto de acabar. Había sin duda algo en ella que cautivaba a Manuel. ¿Qué pensaría ella de este encuentro? ¿Había sido demasiado atrevido al proponerle que bajaran a la calle? ¿Qué dirían sus padres al saber que había conocido a una chica? Siempre le decían que era un precipitado, un aventado, que hacía los cosas sin pensar corriendo de un lado para otro sin parar. Tan pronto estaba en el río, como cazando pájaros o azuzando a los perros de los corrales. Recordaba el lamento de melancolía de su madre cuando decía que no sabía cuándo iba a madurar su hijo. Acordaron volverse a ver el próximo sábado.

La cita no llegó a producirse. Al día siguiente se enteró, como todos los vecinos. Manuel era muy apreciado por los compañeros en la fundición. Estaba siempre dispuesto a ayudar. Era el chico que valía para todo. Una de las piezas que habían fabricado necesitaba de la ayuda de varios obreros para subirla al camión. Con mucha precaución fueron colocándola en la plataforma, pero al quitar el último apoyo, se desplazó y aplastó a Manuel.

 

Segundo final

La cita llegó a producirse, pero unas semanas más tarde. Al día siguiente se enteró, como todos los vecinos. Manuel era muy apreciado por los compañeros en la fundición. Estaba siempre dispuesto a ayudar. Era el chico que valía para todo. Una de las piezas que habían fabricado necesitaba de la ayuda de varios obreros para subirla al camión. Con mucha precaución fueron colocándola en la plataforma, pero al quitar el último apoyo, se desplazó y aplastó un brazo a Manuel. Le llevaron al hospital y allí consiguieron reconstruirlo.

domingo, 6 de septiembre de 2020

Nuevo final

 Ana Larrea durmió mal aquella noche. Durante el viaje en Metro de madrugada le había distraído de su angustia la conversación con su amiga Olatz cuando volvían a casa después de cenar con unas amigas en el centro. Algunos noctámbulos dormitaban en los asientos, mientras varios jóvenes, sentados en el suelo, hablaban a voces excitados por el alcohol. Al salir al exterior se habían despedido, pero antes le había confesado que verse obligada a elegir entre ambos se le hacía arduo.

Mientras caminaba hacia casa por las calles silenciosas y recién regadas, ya había tomado la decisión. Estaba agotada por el trabajo estresante en el hospital, a pesar de que había tenido una semana de vacaciones. Si lo llega a saber habría renunciado a disfrutarlas, bueno no, así tomaba distancia del doctor Garay. Llevaba toda la semana de acá para allá. Su madre se había puesto enferma y había tenido que ir a atenderla. Como era enfermera, sus hermanos se desentendían; había subido a la ikastola para hablar con la tutora de Peru, porque llevaba una temporada un poco descentrado; su marido, siempre ocupado, no podía hacerse cargo de las tareas cotidianas y mucho menos de las compras del súper, pero la nevera tenía que estar llena siempre. Para rematar la semana, la reunión de la comunidad con la propuesta de cambiar el ascensor. Menos mal que había quedado para cenar, eso la compensaba.

De los tugurios, a ráfagas, salían relámpagos de luz y, de vez en cuando, humo, canciones, broncas, parejas abrazadas, confiadas, desinhibidas. Tuvo la tentación de terminar la noche en uno de aquellos, pero de repente, oyó, como una amenaza, el taconeo seco y firme de una mujer que se le acercaba por la espalda. Se preparó para defenderse, cogió del bolso el espray para ahuyentar perros, pero cuando estuvo a su altura giró la cabeza y la miró a los ojos. Descubrió a Laura, una antigua amiga del colegio con la que hacía años que no se veía y con la que había pasado muy buenos ratos durante su adolescencia, en casa de una o de la otra. Las dos se sorprendieron y se abrazaron de inmediato. El frío de la noche las empujó a entrar en uno de los locales de música rock & roll. La gente allí reunida a esas horas de la madrugada era de su quinta, todos talluditos y con ganas de rollo. Tuvieron que espantar a varios moscones cuando tomaban una copa y aunque era imposible hablar disfrutaron del ambiente que casi tenían olvidado. Como no querían irse a casa terminaron en un after a las siete de la mañana. A esa hora de las confesiones, Laura le dijo que se había acostado con muchos hombres pero que no repetía con ninguno. Le reconoció que se arrepentía de su distanciamiento con ella. Ana se quedó bastante tocada con la nueva aparición de Laura en su vida. Se pasaron los números de los móviles para volver a quedar.

Al día siguiente tenía que ir trabajar y enfrentarse a la situación que estaba viviendo durante meses con el doctor Garay. No quería prolongar más el asunto y aunque tenía pensado decirle que no podían seguir, no llegó imaginarse que él estuviera esperándola en la consulta para pedirle que se fueran juntos un fin de semana, con la excusa de una guardia de dos días seguidos. Se había puesto su mejor traje, estaba tan perfumado que atufaba y traía una rosa para entregársela. Su ridículo comportamiento le hizo sentir vergüenza ajena. Ana rechazó la propuesta con elegancia y desde entonces se distanciaron. La misma situación había sentido Ana cuando en COU le propuso a Laura que se fueran un fin de semana al apartamento que tenían sus padres en la costa y, por supuesto, la había rechazado.

La madre de Ana siempre le decía que pensara en el día de mañana. Pero el día de mañana nunca llegaba como ella se lo había imaginado. Sin compromisos, sin ataduras, con libertad para decidir con quién quería estar. Había momentos en su vida de los que no estaba orgullosa, sobre todo en su falsa relación con los hombres. Pensar en su último episodio con el doctor Garay le dio asco; iba a resultarle muy difícil fingir lo contrario de aquí en adelante; pero quería recuperar algo de la libertad que no tenía. Nadie podía volver y empezar de nuevo, pero cualquiera podía empezar a crear un nuevo final. Como decía el novelista Robert Louis Stevenson, que Ana leía durante los años del colegio, “ser lo que somos y convertirnos en lo que somos capaces de ser es la única finalidad de la vida". Decidió hablar con su marido para romper la relación. Sabía que era una decisión difícil y dolorosa, pero era lo mejor para ellos. Con el tiempo llamaría a Laura para tratar de recuperarla.

 

 

 

martes, 25 de agosto de 2020

El miedo

Sembrar miedo es un eficaz método de manipulación y dominio tanto de una sociedad como de un individuo; quizá aún más pernicioso cuando eres tú mismo el causante del miedo que padeces y te atenaza.

Siempre he vivido bajo la amenaza del miedo. Es la única forma que tengo de relacionarme con los demás. Ya en el colegio vivía con miedo. Todos los días se me encogía el estómago al entrar por la puerta del patio. Primero, en las filas que formábamos para subir a clase. Cuando el prefecto pasaba por mi lado, las manos y los brazos se me dormían solo con pensar que igual se fijaba en mí por no mirar al cogote del que tenía delante. Después, al llegar a clase y contestar a las preguntas del fraile, me ponía tan nervioso que alguna vez respondía lo contrario de lo que quería decir. A menudo, la mandíbula no me respondía al intentar hablar. Y eso que yo era un alumno que no llamaba la atención. Tenía siempre los deberes hechos y estudiaba lo que mandaban. Así hasta llegar al instituto y perderlos de vista. Creía que me liberaría del miedo al abandonar el colegio, pero aquellos años me marcaron a fuego para ser malo e infligir dolor, como nos habían hecho a nosotros. Una fuerza ciega a la que no podía someter.

¿Quién no lo ha sentido alguna vez?, me pregunto con frecuencia en el trabajo, en casa o al pasear por la calle. El miedo a que me descubran en alguna de mis maldades, hace que siempre esté alerta. Siento que es el que me mueve a seguir con mi vida.

Hace unos días manipulé la silla de mi compañero de oficina. El proceso de preparación del accidente en apariencia me tenía en vilo. El corazón me latía a mil por hora mientras aflojaba el tornillo del asiento. Cuando se sentó, se pegó tal trompazo que estuvo varios meses de baja por una lesión en las lumbares. El jefe me dio su puesto mientras estuviera en casa, pero yo sabía que me quedaría con su trabajo. Sentí alivio.

En otra ocasión, a un antiguo amigo que no me caía bien, porque siempre me tomaba el pelo, le invité a comer en el txoko con la cuadrilla. En un momento de descuido le puse un potente laxante en la bebida. Enseguida se encontró tan mal que tuve que llamar a la ambulancia para que se lo llevaran al hospital. Se le quitaron las ganas de volver a comer conmigo. Me sentía liberado cada vez que infringía daño a los demás.

Una de mis odiosas tías venía a merendar casa todas las semanas. Dejaba un rastro a perfume barato que me repugnaba. Pero no solo era el olor, el aspecto casposo y trasnochado con su pelo terminado en moño y el traje de tergal que usaba me sacaban de quicio. Mi madre aguantaba todo lo que su cuñada le decía, pero yo con disimulo me marchaba de casa antes de que ella saliera. Uno de esas tardes me escondí en uno de los rellanos de la casa y cuando bajaba sola la escalera solo tuve que empujarla para que cayera. Nadie vio nada, pero mi tía acabó con una fea fractura de tibia y al poco tiempo falleció. Me encontraba cada vez mejor.

A veces tenía que viajar por cosas del trabajo y me alojaba en un hotel donde tenían un pequeño bar abierto a los clientes y al público. Antes de subir al cuarto me gustaba tomar una copa y charlar con la camarera. Incluso alguna vez, cuando cerraba el local salíamos a fumar un cigarro a la calle antes de que se marchara a su casa. Una de las noches un cliente pesado intentaba ligar con ella de forma maleducada y faltona. Veía que la pobre chica tenía que aguantar sus impertinencias sin poder hacer nada. Cuando ya se cansó de molestarla salió por la puerta tambaleándose para ir a la calle. Lo seguí y con disimulo lo tiré debajo de un autobús que pasaba por allí. No me podía sentir mejor. Había logrado invertir la carga del miedo: ya no lo padecía yo, se lo daba a los demás. Era un alivio. El problema es que el camino recorrido para conseguirlo me había convertido en un monstruo.

 

sábado, 8 de agosto de 2020

Centro de Interpretación del León Romano

Centro de Interpretación del León Romano-Casona de Puerta Castillo. Se trata de un interesante museo que ofrece una gran cantidad de información del pasado romano de León combinada con elementos muy visuales para comprender cómo pudo desarrollarse la vida durante el Imperio Romano en la ciudad. Desde el mismo centro se puede observar un amplio tramo de los dos recintos defensivos erigidos por la Legio VII para su campamento permanente en León y pasear por un pequeño tramo de muralla. 

Además el Ayuntamiento de León organiza visitas guiadas gratuitas por el pasado romano de la ciudad leonesa.

jueves, 30 de julio de 2020

El aperitivo

Las amigas caminaban por la Gran Vía ajenas a la expectación que causaban entre los hombres. Aunque oían piropos de algún baboso: “Me gustaría ser caramelo para deshacerme en tu boca”, “Si la belleza pagase impuestos, estarías arruinada” o “¡Cuántas curvas y yo sin frenos!” no prestaban atención a nada. Habían salido hacía media hora de la oficina y solo querían pasear para ir a tomar un aperitivo antes de llegar a casa.

Como era sábado al mediodía, la jornada laboral había terminado, así que la calle estaba llena de hombres que habían cobrado el sueldo, pero antes de entregarlo a sus mujeres se dedicaban a gastarse parte del sobre. Hasta los Hermanos de La Salle habían dejado el colegio por un rato para confraternizar con los ciudadanos. Pili reconoció al hermano Félix que daba clases a su hijo.

Existía entonces la costumbre de dividir la sociedad entre hombres y mujeres en compartimentos estancos. Los hombres copaban todos los lugares importantes y las mujeres parecía que no existieran, vamos, que no ocupaban el sitio donde se las pudiera ver. El clero, guardias y hombres a la caza formaban la fauna de todas las ciudades. Pero existía otra división fundamental, la de las mujeres que querían emanciparse para demostrar que ellas tenían tanta importancia como los varones.

 

-¿Te has dado cuenta de que hasta los frailes salen a fisgar? -comentó Miren.

-Claro -respondió Pili. Pero esos quieren hacer como que no nos ven. Pero si yo te contara. El otro día, uno de los frailes que da clase a mi Pedrito, me llamó a su despacho con la disculpa de hablarme del rendimiento de mi hijo. Pero, no te digo que al final de la charla hasta noté que se me insinuaba. No sé adónde vamos a llegar. Me quedé muerta.

 

Quizás Pili no fuera la mujer más inteligente del mundo, pero era una buena amiga. La verdad es que era un poco exagerada con las cosas que contaba, pero tenía siempre buen ojo con los hombres.

 

-No te hagas de nuevas. Que tú los conoces bien -intervino Miren. Aunque te parezca mentira, a mí que siempre soy distante en la oficina y no quiero ninguna tontería con los compañeros, soñé que me liaba con mi jefe.

-Cuenta. Eso me gusta.

-Como siempre anda tocándome la moral con lo de las cartas que me dicta y pidiéndome que le lleve café a todas horas para mirarme las piernas, tenía que llegar el momento en que soñara con él. Y la verdad es que me quedé satisfecha -añadió Miren.

-Uf, qué suerte. Porque yo no tengo más que vejestorios en el banco. El que no se duerme en su silla, se le cae la ceniza de los cigarros en la chaqueta arrugada. Una ruina. Para más inri, el auxiliar nuevo, no tiene ni un revolcón -dijo Pili.

-Pero es que además no veas cómo es mi jefe -subrayó Miren con un punto de ironía. Se cree un don Juan, aunque es calvo, tiene una tripa de cervecero que no se ve los pies, pero va tieso como una vela por la oficina y siempre rodeado de meapilas.

-A ver si se van a creer que solo ellos nos pasan revista a las mujeres. Nosotras también tenemos nuestro ranking -apuntó Pili.

-Cada vez que paso por su despacho me da un repelús que me ahogo -añadió Miren.

-Bueno nosotras a lo nuestro y cualquier día nos los comemos de aperitivo -sentenció Pili entre cómica y sarcástica.

 

 

La chica del bar

Juan pidió una caña y vio por primera vez a la chica sentada a una mesa del fondo del local. Entró en el bar de siempre aquella tarde insustancial. El camarero, aburrido, con la servilleta al hombro, miraba la caja tonta sin prestar atención. Le saludó con una sonrisa cansada. De vez en cuando, como si fuera un autómata, secaba las tazas y las colocaba sobre la cafetera automática. Los parroquianos habituales jugaban a las cartas en las mesas de formica con tapetes sucios. El ambiente, iluminado por fluorescentes blanquecinos, estaba cargado de olor a aceite de girasol de la cocina, a tabaco rancio y coñac barato que se pegaba a la ropa. La máquina tragaperras repetía su música cansina a la vez que un hombre ensimismado introducía monedas.

Desde que había salido de la oficina, después de atender en la ventanilla a los clientes del banco que acudían no solo a sacar dinero, sino a resguardarse del frío y a sentir que alguien se interesaba por ellos, presentía que hoy sería un día diferente. A veces, cuando se levantaba, su madre le decía que lo veía inquieto. No te preocupes, no es nada, le contestaba. Pero Juan siempre temía que el trastorno de su madre -vivía en su mundo, escribía durante noches enteras en su habitación y en ocasiones bebía sin control- le afectara. Su padre los había abandonado sin dar explicaciones cuando él era un crío, ella no lo había superado y Juan quedó traumatizado. Los compañeros en el colegio, siempre crueles, le preguntaban por su padre durante los recreos y en el camino de vuelta a casa.

Tenía ya treinta años y además de haber salido con algunas chicas de forma esporádica y después de una experiencia traumática con una compañera del trabajo, no conseguía que se fijaran en él. Alzó los ojos de la cerveza y con disimulo miró hacia la mesa del fondo, la chica estaba allí, con el pelo recogido en una coleta y los labios pintados con ligero carmín. Se enamoró al instante, aunque no lo supiera. Tenía las piernas cruzadas, vestía informal y con la mirada fija en el móvil y en la puerta, mientras esperaba. Sostenía de forma elegante un cigarrillo entre sus dedos, pero casi no tenía uñas de habérselas mordido. Parecía que alguien le había dado plantón y salió dejando un leve aroma a lavanda y mandarina.

 

A las tres y media, como todos los días, antes de subir a casa, el camarero le servía la cerveza, después de saludarlo con un leve movimiento de cejas. Allí volvía a estar ella, pero hoy estaba acompañada por un hombre vestido con traje y corbata. No parecían felices, ella lloraba con angustia por algo que le había dicho su amante. Juan no sabía qué hacer, si intervenir o dejar que todo fluyera. Tenía previsto dirigirse a la mesa después de que el tipo saliera por la puerta, pero no se atrevió.

Después de aquello y durante toda la semana, cuando llegaba al bar la veía seguir con su rutina de espera, pero el otro no volvió a aparecer. Su enamoramiento crecía sin control, pero nunca daba el paso. Notó que le miraba cuando pasó a su lado pidiéndole con los ojos que la ayudara. Sin embargo, no fue capaz de hablar, el dolor en el pecho de los latidos del corazón le paralizaba. Al mirar por la ventana del bar vio cómo un camión se la llevaba por delante.

 

 

 

lunes, 29 de junio de 2020

Las amigas

Alice llevaba más de veinte años sin ver a Roxanne desde que estuvo en la boda en Austin, pero aceptó el reto que le propuso su amiga de convertirse en prostitutas por una noche. Sus vidas habían corrido paralelas y con resultados parecidos. Las dos estaban divorciadas, sin problemas de dinero y con ganas de disfrutar de la nueva situación. Los intensos años del internado las había unido para siempre y aunque no se vieran a menudo, mantenían viva la amistad.
En la relación de ambas le había tocado a ella el papel de protectora, porque la adolescente de ojos claros y melena negra que venía de Luisana no estaba acostumbrada a la disciplina de los colegios de Texas. En aquellos años de formación y deporte la relación fue tan fuerte, que pasaban juntas incluso las vacaciones escolares en casa de una o de otra. Al finalizar la High School sus vidas se separaron y cada una entró en la universidad de su estado.
Como le había pedido Roxanne, el viernes anterior a Carnaval viajó a New Orleans, de modo que pudieran hablar de sus vidas y, además, conocer la ciudad. En el aeropuerto estaba esperándola junto con su chófer. Al verse no podían estar más alegres, se abrazaron, lloraron y besaron. En el trayecto hasta el centro Roxanne le dijo que New Orleans, a orillas del río Mississippi era una de las ciudades más emblemáticas y particulares de Estados Unidos y la cuna de leyendas musicales como Louis Armstrong y escritores como Tennessee Williams.
Antes de llegar a la mansión en Garden District hicieron una parada en la tienda de antigüedades de la familia en Royal Street. Delante del local y a lo largo de la calle todavía se mantenían los postes con cabeza de caballo en los que se ataban los carruajes. Tradición y progreso se fundían en la ciudad. Mientras resolvía algunos asuntos pendientes con la encargada, Alice observó la urna de vidrio con una sortija de diamantes que había pertenecido a Amalia de Sajonia, esposa del rey Carlos III, cuando Luisiana estaba bajo el dominio de España.
-¿Qué te parece si nos apostamos esa preciosidad? –dijo Alice.
-Es una pieza muy especial y muy cara. Lleva mucho tiempo en la tienda y todavía no he conseguido venderla.
-Cuanto mayor es la apuesta, mayores serán los deseos de ganar.
-Sí, es una buena recompensa. Nuestro reto es que ganará el juego quien consiga más clientes durante la noche de Mardi Gras –concluye Roxanne.
Las dos amigas subieron agarradas de la mano al Cadillac para continuar el recorrido por la ciudad del jazz. Las luces de las farolas lanzaban pequeños halos de luz amarillenta sobre el asfalto. La animación y el jolgorio comenzaban a notarse en las calles. Los grupos de chicos y chicas blancos y sobre todo de color paseaban con sus bebidas por las calles. Aunque durante todo el año siempre había algún festival, el principal era el Martes de Carnaval. Duraba toda la semana, pero el mejor era el último día. Era una auténtica locura de diversión, desfase y exceso. Ese día toda la gente se disfrazaba y llevaba collares de colores que luego dejaba colgados por toda la ciudad.
Jeremiah, el chófer negro, las condujo hasta el muelle para hacer un pequeño crucero por la desembocadura del río en el barco de vapor Natchez mientras cenaban observando las luces de la ciudad y el extraordinario casco antiguo. La jornada terminó en uno de los locales de jazz del barrio de Marigny entre vapores de ron y miradas de deseo hacia las espectaculares amigas.
Los días posteriores se dedicaron a visitar los lugares más famosos de la ciudad, ver los desfiles de carrozas, ir de compras, Spa, salón de belleza, peluquería y comidas en el Mulato´s Restaurant, donde servían platos de la comida criolla y cajún propios de New Orleans. También tuvieron tiempo de hablar de sus fracasos matrimoniales, de desilusiones, de falsos romanticismos, de frustraciones y de las inseguridades que acarreaban, pero estaban decididas a cambiar sus vidas.
Roxanne conocía al gerente del lujoso Bourbon Orleans Hotel, ubicado en uno de los extremos del French Quarter, lugar de referencia y desmadre. Había acordado con él que, durante esa noche en el bar, las dos intentarían coger clientes mezclándose con el resto de las profesionales que esos días no paraban de trabajar a todas horas.
La herencia francesa de Roxanne se manifestaba en la prestancia y seguridad que otorga la belleza cuando es de nacimiento. Piernas delgadas, nalgas redondas que ondulaban con cada paso, pechos turgentes, cara dulce y ojos almendrados otorgaban un atractivo especial a una figura esbelta. Para la ocasión eligió un mini vestido negro ceñido con un escote corazón para destacar las formas de su cuerpo, pendientes cortos, labios color escarlata, sandalias de tacón de aguja, uñas pintadas de rojo y peinado de rizo suave con mechas decoloradas.
Alice se mantenía en forma y andaba derecha como una vela. La piel color caramelo, senos nuevos de jovencita bajo una camisa blanca escotada, minifalda de cuero con cremallera que moldeaba su cuerpo, labios y uñas rosas, sandalias doradas con brillantes de tacones imponentes y media melena rubia con ondas que le hacía parecer más sexi. Del fracaso en el amor no quedaba en su corazón ni el rescoldo de la desilusión. Estaba arrebatadora.
La primera parada antes de empezar el juego fue en el Pat O'Brien's para tomar el mítico cóctel Hurricane y entrar en ambiente. Miles de personas se reunían en la calle para celebrar la fiesta por antonomasia en la ciudad que estaba engalanada de dorado, verde y morado. A esa hora de la noche, mientras el alcohol corría como la pólvora, la tradición era que desde los abarrotados balcones se tiraban collares de cuentas de colores a la gente de distintas partes del mundo que estaba en la calle Bourbon y sobre todo si las chicas enseñaban los pechos.
Después de observar cómo disfrutaba la gente desinhibida a más no poder, se dirigieron al hotel. Antes de llegar conectaron sus móviles con el de Jeremiah a través del botón de pánico para avisarle en caso de que alguien se pusiera muy pesado y fuera necesario rescatarlas. El ambiente sensual del bar era lo más parecido al que se describe en el libro El Decamerón en el que todos estaban dispuestos a disfrutar del sexo. Mujeres y hombres atractivos se movían en todas direcciones a la vez que gritaban, bebían, bailaban, fumaban y se insinuaban.
La primera en ligar fue Roxanne, porque como jugaba en casa tenía ventaja. Su acompañante de color tenía un cuerpo de infarto, bien musculado y pelo corto. Pero eso no quería decir nada ya que Alice al momento se vio rodeada de dos hombres y una mujer que la miraban de arriba bajo con unos ojos que la desnudaban. Las horas de la noche iban pasando a medida que los ligues se iban sumando. Sin embargo Alice se entretuvo más tiempo de lo debido cuando conoció a Michael, un guapo sureño que le recordó sus días de fiesta en la universidad. Mientras tanto Roxanne campaba a sus anchas tanto con chicos como con chicas.
Al amanecer las amigas se reunieron en la barra del bar donde todavía quedaban muchas almas solitarias en busca de compañía. Roxanne había ganado, pero la experiencia las había renovado. Jeremiah las llevó a desayunar junto al puerto al Café du Monde la mañana del miércoles de ceniza. ¡No se podían marchar a casa sin antes purificarse comiendo unos beignets con un café au lait!

Nueva Zelanda. Isla Sur (11)

Antes de ir al aeropuerto de Christchurch, donde finalizamos este fantástico viaje por Nueva Zelanda, nos dirigimos a Akaroa. El puerto de A...