lunes, 29 de junio de 2020

Las amigas

Alice llevaba más de veinte años sin ver a Roxanne desde que estuvo en la boda en Austin, pero aceptó el reto que le propuso su amiga de convertirse en prostitutas por una noche. Sus vidas habían corrido paralelas y con resultados parecidos. Las dos estaban divorciadas, sin problemas de dinero y con ganas de disfrutar de la nueva situación. Los intensos años del internado las había unido para siempre y aunque no se vieran a menudo, mantenían viva la amistad.
En la relación de ambas le había tocado a ella el papel de protectora, porque la adolescente de ojos claros y melena negra que venía de Luisana no estaba acostumbrada a la disciplina de los colegios de Texas. En aquellos años de formación y deporte la relación fue tan fuerte, que pasaban juntas incluso las vacaciones escolares en casa de una o de otra. Al finalizar la High School sus vidas se separaron y cada una entró en la universidad de su estado.
Como le había pedido Roxanne, el viernes anterior a Carnaval viajó a New Orleans, de modo que pudieran hablar de sus vidas y, además, conocer la ciudad. En el aeropuerto estaba esperándola junto con su chófer. Al verse no podían estar más alegres, se abrazaron, lloraron y besaron. En el trayecto hasta el centro Roxanne le dijo que New Orleans, a orillas del río Mississippi era una de las ciudades más emblemáticas y particulares de Estados Unidos y la cuna de leyendas musicales como Louis Armstrong y escritores como Tennessee Williams.
Antes de llegar a la mansión en Garden District hicieron una parada en la tienda de antigüedades de la familia en Royal Street. Delante del local y a lo largo de la calle todavía se mantenían los postes con cabeza de caballo en los que se ataban los carruajes. Tradición y progreso se fundían en la ciudad. Mientras resolvía algunos asuntos pendientes con la encargada, Alice observó la urna de vidrio con una sortija de diamantes que había pertenecido a Amalia de Sajonia, esposa del rey Carlos III, cuando Luisiana estaba bajo el dominio de España.
-¿Qué te parece si nos apostamos esa preciosidad? –dijo Alice.
-Es una pieza muy especial y muy cara. Lleva mucho tiempo en la tienda y todavía no he conseguido venderla.
-Cuanto mayor es la apuesta, mayores serán los deseos de ganar.
-Sí, es una buena recompensa. Nuestro reto es que ganará el juego quien consiga más clientes durante la noche de Mardi Gras –concluye Roxanne.
Las dos amigas subieron agarradas de la mano al Cadillac para continuar el recorrido por la ciudad del jazz. Las luces de las farolas lanzaban pequeños halos de luz amarillenta sobre el asfalto. La animación y el jolgorio comenzaban a notarse en las calles. Los grupos de chicos y chicas blancos y sobre todo de color paseaban con sus bebidas por las calles. Aunque durante todo el año siempre había algún festival, el principal era el Martes de Carnaval. Duraba toda la semana, pero el mejor era el último día. Era una auténtica locura de diversión, desfase y exceso. Ese día toda la gente se disfrazaba y llevaba collares de colores que luego dejaba colgados por toda la ciudad.
Jeremiah, el chófer negro, las condujo hasta el muelle para hacer un pequeño crucero por la desembocadura del río en el barco de vapor Natchez mientras cenaban observando las luces de la ciudad y el extraordinario casco antiguo. La jornada terminó en uno de los locales de jazz del barrio de Marigny entre vapores de ron y miradas de deseo hacia las espectaculares amigas.
Los días posteriores se dedicaron a visitar los lugares más famosos de la ciudad, ver los desfiles de carrozas, ir de compras, Spa, salón de belleza, peluquería y comidas en el Mulato´s Restaurant, donde servían platos de la comida criolla y cajún propios de New Orleans. También tuvieron tiempo de hablar de sus fracasos matrimoniales, de desilusiones, de falsos romanticismos, de frustraciones y de las inseguridades que acarreaban, pero estaban decididas a cambiar sus vidas.
Roxanne conocía al gerente del lujoso Bourbon Orleans Hotel, ubicado en uno de los extremos del French Quarter, lugar de referencia y desmadre. Había acordado con él que, durante esa noche en el bar, las dos intentarían coger clientes mezclándose con el resto de las profesionales que esos días no paraban de trabajar a todas horas.
La herencia francesa de Roxanne se manifestaba en la prestancia y seguridad que otorga la belleza cuando es de nacimiento. Piernas delgadas, nalgas redondas que ondulaban con cada paso, pechos turgentes, cara dulce y ojos almendrados otorgaban un atractivo especial a una figura esbelta. Para la ocasión eligió un mini vestido negro ceñido con un escote corazón para destacar las formas de su cuerpo, pendientes cortos, labios color escarlata, sandalias de tacón de aguja, uñas pintadas de rojo y peinado de rizo suave con mechas decoloradas.
Alice se mantenía en forma y andaba derecha como una vela. La piel color caramelo, senos nuevos de jovencita bajo una camisa blanca escotada, minifalda de cuero con cremallera que moldeaba su cuerpo, labios y uñas rosas, sandalias doradas con brillantes de tacones imponentes y media melena rubia con ondas que le hacía parecer más sexi. Del fracaso en el amor no quedaba en su corazón ni el rescoldo de la desilusión. Estaba arrebatadora.
La primera parada antes de empezar el juego fue en el Pat O'Brien's para tomar el mítico cóctel Hurricane y entrar en ambiente. Miles de personas se reunían en la calle para celebrar la fiesta por antonomasia en la ciudad que estaba engalanada de dorado, verde y morado. A esa hora de la noche, mientras el alcohol corría como la pólvora, la tradición era que desde los abarrotados balcones se tiraban collares de cuentas de colores a la gente de distintas partes del mundo que estaba en la calle Bourbon y sobre todo si las chicas enseñaban los pechos.
Después de observar cómo disfrutaba la gente desinhibida a más no poder, se dirigieron al hotel. Antes de llegar conectaron sus móviles con el de Jeremiah a través del botón de pánico para avisarle en caso de que alguien se pusiera muy pesado y fuera necesario rescatarlas. El ambiente sensual del bar era lo más parecido al que se describe en el libro El Decamerón en el que todos estaban dispuestos a disfrutar del sexo. Mujeres y hombres atractivos se movían en todas direcciones a la vez que gritaban, bebían, bailaban, fumaban y se insinuaban.
La primera en ligar fue Roxanne, porque como jugaba en casa tenía ventaja. Su acompañante de color tenía un cuerpo de infarto, bien musculado y pelo corto. Pero eso no quería decir nada ya que Alice al momento se vio rodeada de dos hombres y una mujer que la miraban de arriba bajo con unos ojos que la desnudaban. Las horas de la noche iban pasando a medida que los ligues se iban sumando. Sin embargo Alice se entretuvo más tiempo de lo debido cuando conoció a Michael, un guapo sureño que le recordó sus días de fiesta en la universidad. Mientras tanto Roxanne campaba a sus anchas tanto con chicos como con chicas.
Al amanecer las amigas se reunieron en la barra del bar donde todavía quedaban muchas almas solitarias en busca de compañía. Roxanne había ganado, pero la experiencia las había renovado. Jeremiah las llevó a desayunar junto al puerto al Café du Monde la mañana del miércoles de ceniza. ¡No se podían marchar a casa sin antes purificarse comiendo unos beignets con un café au lait!

domingo, 28 de junio de 2020

Alice

Después de su divorcio, Alice llevaba más de un año sola en su rancho situado a las afueras de Austin. Su hijo había ido a la universidad en California y el aburrimiento se había instalado en su vida. La residencia de la familia era una de las haciendas más famosas de Texas. Había funcionado como granja de ganado desde 1885 hasta el hallazgo del petróleo. Fue un acontecimiento que su abuelo le contaba cuando era pequeña. Los pozos de la familia se integraron en el grupo Texaco y fue así como su fortuna se incrementó. El rancho se había diversificado con el tiempo, ahora una parte de las instalaciones se había dedicado al turismo. Se podía ir a cazar, hacer recorridos ecológicos o alojarse en las cabañas de los antiguos trabajadores. Sin embargo la vida en el campo no era ya la opción principal.
Su familia era muy conocida en todo el estado por los negocios y las donaciones a la Universidad de Texas y al centro Harry Ranson, que tenía ente otras cosas, el archivo y la obra completa de Gabriel García Márquez. Además uno de sus parientes había formado parte del parlamento en el capitolio.
Cuando tuvo la edad para comenzar la Enseñanza Secundaria la enviaron al internado San Antonio College para que obtuviera una buena formación antes de ingresar en la universidad.
Había conocido a su marido en una de las fiestas de estudiantes que organizaban las hermandades de las diferentes facultades universitarias. La principal actividad era beber alcohol en exceso y confraternizar con las chicas en todos los aspectos. Después de terminar los estudios de Economía y Empresa y de ganar el concurso de belleza Miss Austin se casó con el chico que había conocido en su primer año de carrera. Fue un error que en aquel momento no supo ver, porque resultó ser un fracaso. Enseguida se dio cuenta de que era un cantamañanas que iba detrás de las jovencitas. Cuando un día lo encontró en su propia cama con la hija de una de sus amigas del club, tomó la decisión de separarse y echarle de casa. Entonces los celos y el resentimiento se apoderaron de ella, incluso le obsesionaba hasta la forma en que habían hecho el amor. El rencor la estaba consumiendo y optó por olvidarse de él. Alice era una mujer conservadora, atractiva, de ojos azulados, media melena rubia y cumplía con las reglas; él era irreverente, holgazán y derrochador. Debía pasar página; destruyó todas las fotografías y recuerdos, tiró a la basura todas sus pertenencias, redecoró su habitación y compruna cama nueva para borrarlo de su vida.
Se levantaba todos los días a las siete de la mañana para practicar en el gimnasio con el entrenador personal para mantener su figura, los paseos a caballo por el campo, las salidas a visitar los campos petrolíferos con el chófer, se habían convertido en una pesada rutina. Tuvieron que pasar unos meses antes de mudarse a un lujoso apartamento en el Downtown de Austin con vistas al lago, cerca de su oficina Clayton Oil Company. Había decidido cambiar de vida y estar más cerca de los locales de moda para salir de fiesta en los animados bares de East 6th Street.
-Sí, hola Roxanne. ¿Cómo estás?

(Continuará)



lunes, 22 de junio de 2020

Roxanne

A finales del invierno de 2018 todavía era soportable el calor. En su mansión del histórico Garden District en New Orleans Roxanne maldecía contra la humedad. Aquellas pasadas navidades no habían sido las más felices de su vida. Justo después del Año Nuevo, cuando todo empezaba a normalizarse y las visitas de los familiares procedentes de Lafayette y Baton Rouge habían regresado a casa, su marido le dijo que quería divorciarse. Aunque tenía el carácter fuerte de una mujer acostumbrada a mandar y a cambios sociales, encajó bien el golpe. El aburrimiento que acumulaba durante años se le esfumó en un instante. Nada le hacía presagiar aquella situación, pero se alegraba porque podía retomar su vida anterior y dedicarse a llevar los negocios de arte, construcción y agrícolas de su familia. Pasó unas semanas descolocada, pero las heridas empezaban a cicatrizar.
Las vistas a la calle desde su habitación en el primer piso de la casa le alegraron el ánimo. El sol de la mañana templaba el ambiente, el chófer limpiaba el Cadillac, el jardinero cortaba la hierba y subía un agradable olor a café recién hecho que la cocinera preparaba junto con el desayuno a base de beignets. Era el único vicio que tenía, porque se cuidaba mucho y acudía todos los días al gimnasio para conservar su envidiable figura.
Roxanne vivía en St Charles Street, la zona más lujosa de la ciudad, salpicada de preciosas mansiones victorianas con cercas de hierro forjado que transportaban a una película sureña de otros tiempos, pero había nacido en la antigua plantación familiar de Oak Alley cercana al Misisipi. Era la última generación de origen francés que había vivido allí, junto al gran río. Recuerda –era muy pequeña cuando dejaron la mansión mientras saborea el café criollo que la asistenta le sirve- que había un paseo central de robles, plantados al comienzo del s. XVIII, que daba acceso a la casa principal. Su familia residía en la casona, pero compraron la actual vivienda y varios terrenos en el centro de New Orleans, de forma que alternaban la vida en el campo y en la ciudad.
Ahora alquilaban la residencia para rodar películas o anuncios publicitarios, pero durante más de un siglo, los esclavos trabajaron en la plantación de azúcar que en la actualidad se había convertido en museo para turistas.
No estaba dispuesta a ser una mujer sola que se lamía sus heridas por el fracaso matrimonial. Roxanne había tenido varias oportunidades para mantener algunas aventuras sin compromiso, pero siempre se había negado por ser fiel al marido. A sus cuarenta y cinco años todavía estaba de buen ver. Le gustaba mirarse desnuda frente al espejo. La cintura seguía en su sitio, el pecho, recién operado, continuaba terso, los ojos claros, la sonrisa encantadora, las piernas largas y la melena negra le daban un aspecto atractivo a su piel dorada por el sol. Sus antepasados franceses le habían regalado un metabolismo afortunado.
El Mardi Gras estaba cerca y quería disfrutar del carnaval. Se acordó de su buena amiga Alice, a la que conoció en el internado de San Antonio College en Texas y decidió llamar para invitarla a su casa.

(Continuará)


martes, 16 de junio de 2020

Amor por la tortilla frnacesa

Ayer por la noche cené una tortilla francesa. En ese momento me acordé de los días de mi niñez, cuando era habitual tomar en las casas ese manjar sencillo y sobrio. Me dije, ahí tengo mi columna periodística. No se ha escrito nada que merezca la pena sobre ella, ni una triste poesía, ni un entremés, ni una novelita. Gran olvido. De los huevos de gallina se ha escrito en abundancia. Hace unos años tenían sus detractores, porque estaban ligados a un aumento importante del colesterol en la sangre. Pero ahora los nutricionistas alaban sus propiedades en una dieta saludable por el aporte de nutrientes, los cocineros insisten en la versatilidad del producto y los críticos gastronómicos halagan sus cualidades para disfrute de los paladares, además de ser baratos. Pero de la tortilla francesa no se ha dicho nada en los grandes libros de gastronomía ni los chefs estrella dicen una palabra. Y ahí están las pobres para solucionarnos la cena. A mi madre no le gustaba que comiéramos nada antes porque decía que se nos quitaba el apetito. Cuando oíamos batir los huevos en el plato de duralex para freírla en la pequeña sartén de hierro, enseguida se nos removían los jugos gástricos. No te digo nada si además llegaba el olor desde la cocina a todo el piso. Mi padre llegaba justo a lo hora que mi madre nos llamaba para ir a sentarnos a la mesa mientras sonaba en la radio el programa de Matilde, Perico y Periquín en la Cadena SER.
Un trozo de pan para acompañar y untar bien el plato, además de un poco de lechuga  y cebolleta de la huerta que teníamos junto al río, era una gozada. Recuerdo la cesta de alambre con los huevos siempre en la fresquera. A veces mi madre me mandaba a comprarlos a la huevería de Mari que los traía de una granja de Bakio. Ahora recuerdo, a modo de anécdota, que el escritor Ramiro Pinilla, durante muchos años, vivió de la venta de huevos del gallinero que tenía en el cobertizo detrás de su casa “Walden” en Getxo.
Cuando mi madre las hacía con un poco de bonito de lata era ya una fiesta. Los hermanos mirábamos que ninguno tuviera más que el otro, porque entonces se armaba un barrullo considerable. Si uno de nosotros se ponía malito, entonces le añadía un poco de jamón york o queso en lonchas y mejoraba con rapidez. En el tiempo de la cosecha de los guisantes, como en la huerta salían todos a la vez, la comíamos con desgana. Sin embargo, si la degustábamos con pimientos asados en el horno de casa o con relleno de bechamel y tomate por encima, era el sumum del placer.
Los domingos, al ir al monte con los amigos, siempre nos preparaban en casa el bocadillo de tortilla y si teníamos suerte, y llevaba un poco de chorizo, era gloria bendita. Aquello era la envidia de la cuadrilla. Una casa sin huevos para hacer tortilla, no es un hogar. Ahora, ya de mayor, desayunar los domingos una buena tortilla francesa y un café rico es la felicidad plena. La tortilla francesa, como las francesas, es una cuestión aparte.


domingo, 14 de junio de 2020

Manuel

Recuerdo siempre a Manuel de la mano de su madre cuando salía de la farmacia; vivían cerca de mi casa. Iban a pasear al río todas las tardes del verano, mientras el resto de niños pescábamos cangrejos o barbos. Durante el invierno apenas le veíamos por la calle porque, decían, estaba enfermo. Aunque ya íbamos a la escuela desde hacía dos años, él vino con ocho años a nuestra clase. La señorita Ana nos contó que padecía una dolencia, pero que no era contagiosa, así que podíamos estar tranquilos y jugar con él sin ningún problema, que era un niño como los demás, un chico valiente, pero que si veíamos que se movía con brusquedad que se lo dijéramos.
Los días del otoño llegaron con sus cargas de nubes al pueblo para inundar de gris las calles y campos. Aquella luz parecía que no le gustaba porque enseguida empezó a faltar a clase. Su asistencia era discontinua pero cuando faltaba lo echábamos de menos, ya que era un niño despierto, inteligente y alegre. Un día, en el patio de recreo, parecía aturdido, caminaba sin rumbo y se cayó al suelo con unas pequeñas sacudidas que duraron unos minutos. Nos asustamos mucho. La maestra llegó con rapidez y le llevó a la sala del profesorado. Allí parece que se tranquilizó y volvió al aula. La señorita nos dijo que lo que sufría Manuel era una leve epilepsia y que esa era la razón por la que no había acudido a la escuela hasta ahora, que tomaba la medicación para curar la enfermedad y que no era contagiosa. Dejó de asistir a clase durante unos días.
Al estar encima la Navidad, habíamos preparado un pequeño teatro para la función anual. Contábamos con que nos acompañara. La profesora habló con la familia para que acudiera a representar su papel. En mitad de la obra, sin saberse la causa real, tuvo una convulsión generalizada con pérdida del conocimiento, caída al suelo, rigidez y sacudidas de piernas y brazos. La función se suspendió y nos fuimos a casa angustiados.
Al regresar al colegio después de las vacaciones solo supimos que seguía enfermo. Como no nos daban ninguna explicación me acerqué a su casa encima de la farmacia. Su madre, doña Marta, la boticaria, me recibió con mucho cariño por haber acudido a interesarme por Manuel.
Era hijo único y sus padres estaban pendientes de él en todo momento. Se alegró muchísimo al verme. Me llevó a su habitación. Parecía cansado aunque en su rostro tenía siempre una sonrisa. Me dijo que los ataques ahora eran más frecuentes y que en el electroencefalograma que le habían hecho en la capital para medir la actividad eléctrica del cerebro le dijeron que tenía una lesión. Era necesaria una operación cuando tuviera más años.
Seguimos juntos hasta finalizar la enseñanza primaria en el pueblo. Entonces mis padres me enviaron interno a estudiar el bachillerato, como decían ellos, para progresar. Solo volvía a casa durante las vacaciones. Nuestra relación se fue enfriando, pero siempre que podía iba saludarle y charlábamos en la rebotica. Se sabía los nombres de todos los medicamentos y plantas medicinales que estaban guardados en las vasijas cilíndricas de cerámica de las estanterías, como estupefacientes o psicotropos.
Un día su madre me dijo que le habían ingresado en una clínica para hacerle una cirugía cerebral y así corregir la lesión que le impedía hacer una vida normal, ya que los medicamentos para la epilepsia que tomaba solo frenaban la enfermedad pero no la curaban.
La operación era una comisurotomía, consistente en realizar un corte en el cuerpo calloso, que es el que comunica los dos hemisferios del cerebro con el objetivo de eliminar la epilepsia que se había agravado y convertido en severa. Abandonó el sanatorio al cabo de seis meses después de una lenta recuperación. Al principio todo parecía normal y los ataques habían desaparecido. Los padres le seguían cuidando con la ayuda de una mujer del pueblo. Sin embargo comenzaron los primeros síntomas de que algo fallaba en su cerebro. La mano derecha se le convirtió en la izquierda y viceversa. Cada una actuaba por su cuenta. Cuando intentaba atarse los cordones de los zapatos no lo conseguía porque ambas no se coordinaban. Y si Antonia le ayudaba a atarse la camisa se enfadada porque era incapaz de que las manos le obedecieran. Incluso una vez le dio un sopapo y otro, intentó estrangularla. Manuel incluso creyó que se encontraba poseído por algún espíritu maligno.
Al consultar su nueva situación con los especialistas le dijeron que a esa enfermedad se le llamaba Síndrome de la mano ajena producido por un trastorno neurológico durante la operación.
Al regresar al pueblo cayó en una profunda depresión y se hizo adicto al Prozac que tomaba sin piedad, además robaba a su madre morfina para olvidarse de la falta de control que tenía en sus manos.
Cuando finalicé la universidad fui al pueblo a pasar el verano. Allí vi a Manuel en un cochecito de inválidos del que tiraba su madre por el camino que iba al río.

sábado, 13 de junio de 2020

Balancín

Una mañana conocí al llamado Balancín. Corría junio cuando las amapolas colonizaban los campos y viajaba con mi furgo por los municipios para liquidar las últimas cosas de quincalla. La solana atacaba con rabia ya al iniciar la jornada. No había colocado un solo trapo ni un utensilio por las casas conocidas y al alcanzar la plaza fui al Casino, bañado con las sombras góticas dibujadas por la basílica.
Allí al fondo junto a la barra vacía estaba, alto, fino y sobrio, Balancín. La fama adquirida con los trabajos por las pistas continuaba mostrando la popularidad con los camaradas. Contra todos figuraba su postura malabarista. Una voz dirigida a mí me invitaba a jugar al dominó.
-¿Nos acompañas a la partida? Falta uno, dijo Balancín.
-Si no os importa, a gusto participo.
Todo tenía un clima casposo, olía a puro barato, vino rancio y patatas cocidas. Las cortinas, con dificultad, admitían pasar la luz solar y los mozos del pueblo dormitaban casi a oscuras.
Balancín contaba las historias a los conocidos como funambulista con los circos más famosos, incluso trabajó con la conocida acróbata “Pinito Oro”.
Guardaba un torso magnífico, aun los años. Había sido gimnasta olímpico. Con una cicatriz hacia la barbilla y otra adosada a la boca, mostraba su pasado por las plazas y villas. Los rizos blancos, la cara alargada, la nariz fina, los ojos románticos, los labios rosas, la boca con una infinita sonrisa y las manos anchas-anchas.
Un aciago día tuvo una mala fractura por fatiga crónica y no volvió a actuar. Con dolor tornó a casa para olvidar la vida nómada. Sus granujas amigos andaban con bromas para azuzar su habilidad. Sin ton ni son inició su función con saltos, cabriolas y brincos por las sillas, butacas y armaritos. Todos aplaudían y animaban, con caras burlonas, a Balancín. Salí a la plaza afligido y mustio. Había caído un mito para mí, nunca volví al Casino.



viernes, 12 de junio de 2020

Cristina

Había sobrevivido a un accidente de avión, dos infartos y tres maridos. Cristina era una superviviente. Nunca lo había tenido fácil durante su vida. Su madre la había abandonado cuando era una niña y había vivido con sus abuelos hasta que salió de casa para ir a estudiar fuera. La abuela Concha era una mujer seca que no le dio jamás un beso ni le dijo que la quería. Se limitaba a darle de comer y vestir, como si fuera una extraña que está de pensión en una casa ajena. La ropa que llevaba siempre estaba pasada de moda, parecía una niña de una casa de acogida. Aunque no pasaban estrecheces, siempre le hacía sentir que allí estaba de prestado. A medida que crecía y su cuerpo cambiaba, el abuelo Pablo era más cariñoso con ella, pero de forma interesada. Con disimulo procuraba rozarse con ella en la cocina o sus manos le tocaban donde podía, sin ser visto. Le decía que se sentara sobre sus piernas cuando la abuela no estaba, pero procuraba no quedarse a solas con él. Tenía que andar con mil ojos para que no la sobara. Siempre notaba que la estaban espiando, le repetían todos los días: no gastes a lo tonto la luz de tu cuarto, el agua caliente solo los domingos para la ducha, el hornillo eléctrico para la sala. No podía llevar a sus amigas, y mucho menos a sus amigos, a casa porque le avergonzaba el ambiente sórdido que tenía que soportar a diario. Era muy difícil asumir que no tenía una familia normal que sale los fines de semana, que va a veranear o que de vez en cuando queda a comer en un restaurante. A pesar de lo que le rodeaba y no tener una referencia clara en su vida, como era una niña espabilada sacó adelante sus estudios y terminó el bachillerato en el instituto. Consiguió una beca en una universidad y se liberó de ellos. Pero la inseguridad por la carencia de referencias siempre la acompañaría. Tampoco sabía dar cariño, besar, abrazar.
Los cinco años de carrera fueron el mejor aprendizaje para entender qué era la libertad. No tenía a nadie que le dijera lo que tenía que hacer o lo que debía ponerse para salir a la calle. Enseguida hizo amigos con los que iba a fiestas, fumaba hierba o bebía hasta saciarse. No quería compromisos con chicos ni atarse a nadie. Mantuvo relaciones con varios, pero no conseguía enamorarse de ninguno. Solo necesitaba que la quisieran y en aquellos años cada uno iba a lo suyo y a pillar.
Antes de terminar los estudios ya la habían contratado en una empresa por las tardes. Cuando se licenció le propusieron un contrato con el compromiso de viajar al extranjero cuando fuera necesario. Enseguida subió en el organigrama de la empresa y le nombraron directora compras. Viajaba a menudo y no paraba a descansar ni un momento. Se decía que tenía que aprovechar ahora que era joven. En uno de los viajes a Asia, en un vuelo doméstico entre dos ciudades, el avión bimotor en el que viajaba, a la hora del despegue no consiguió subir y rodó por la pista sobre uno de los motores. Solo sufrió golpes y magulladuras, pero hubo cinco muertos. Volvió a casa y decidió que ya no volaría más a otros destinos. Las secuelas de aquel accidente la hicieron adicta a los analgésicos para sentirse relajada. No concebía un día sin tomar sus pastillas.
En aquella época conoció a su primer marido. Juan, el hijo del jefe, era unos años mayor que ella. Siempre había sido una persona distante, seria, metida en su despacho, con la mirada fija en los ordenadores para ver las fluctuaciones de las bolsas internaciones, pero el contacto diario en la oficina hizo que se trataran y quedaran a comer algunos días. De esos momentos de sobremesa salieron los primeros escarceos. Al cabo de unos meses se comprometieron y fijaron la fecha de la boda. Todos los amigos se alegraron. Aquella era su verdadera familia. Parecían, vistos desde fuera, hechos el uno para el otro. Pero en realidad ninguno de los dos era capaz de mostrar cariño. La frialdad de las relaciones personales e íntimas les llevó a separarse de mutuo acuerdo. Sin embargo a Cristina, que creyó que había encontrado su sitio, le produjo mucha ansiedad este fracaso y le provocó el primero de sus infartos.
Al segundo marido lo conoció en el gimnasio al que acudía para recuperarse de las secuelas cardiovasculares. Al principio todo eran atenciones, favores y regalos. Siempre lo tenía pegado a su lado. Aunque la falta de libertad la soportaba; le resultaba peor no poder estar sola en ningún momento. La separación no fue tan amistosa y le provocó el segundo infarto. Estuvo ingresada una semana en la clínica. Como consecuencia se hizo adicta a tomar opiáceos para el dolor crónico. Pero la vida no termina, se dijo Cristina.
A la tercera va la vencida, piensa cuando conoció a Emilio. Acudió todos los días al centro residencial de tratamiento de adicciones en el proceso de rehabilitación. En las reuniones de la mañana se juntaban para hablar sobre lo que les preocupaba. El primero en tomar la palabra fue él. Contó una historia de encantador de serpientes que a todos les pareció una insustancialidad, pero a Cristina le encantó. Por las tardes, cuando terminaba el trabajo en el centro, salían a pasear por los alrededores. Le ofreció unas pastillas que harían que se olvidara de todo por un rato. Se dieron la mano y emprendieron juntos aquel camino final, que conducía a la destrucción.

jueves, 11 de junio de 2020

Keira

Siempre he envidiado a los que son capaces de hacer lo que querían. Tumbado en la cama mientras la luz del sol entraba por la ventana de mi habitación, no me lo pensé dos veces. Estaba en cuarto de carrera y ante la perspectiva de pasar el verano de nuevo con la familia en el pueblo, aquel primer día de julio salí en mi coche hacia el mar. Necesitaba alejarme de la rutina de los amigos muermos, de la casa de veraneo y de las tardes en la piscina.
Sin apenas planificar el viaje, metí la ropa en una mochila, guardé en la cartera el dinero ahorrado de las clases particulares durante el curso, llené el depósito de gasolina de mi 4 L y salí hacia la Costa Brava. Recordaba que fui con mis padres a un camping, cuando era un chaval. Tenía idealizado el sitio con pueblos de calles estrechas de piedra y casas blancas, barcas de pesca en la playa y calas para bucear entre posidonias.
Recogí a una autoestopista inglesa cerca de Cadaqués. Keira no sabía español, yo no sabía inglés, pero tuve buen pálpito en aquel momento. Viajamos por los pueblos de la costa y parábamos donde nos apetecía. Dormíamos en las playas solitarias y nos bañábamos desnudos al amanecer. Nos alimentábamos a base de bocadillos, cerveza y tabaco y nos amábamos como si no hubiera un mañana. Parecía que estábamos en el cielo. Nos comunicábamos como podíamos, pero nos entendíamos a la perfección. Un día vi en una taberna de una aldea de Castellón el cartel del primer festival internacional de música de Benicàssim. Allí nos dirigimos a disfrutar durante tres días de la música rock, indie y electrónica. A ella le gustaban los grupos ingleses y a mí la banda de “Los Planetas”. Vivíamos de noche y dormíamos durante el día, conocimos a mucha gente, compartimos fiesta, porros y bebida, cantábamos las canciones de nuestros grupos. Todos estábamos allí de paso, pero era como si fuéramos del mismo barrio. Con los amigos que allí hicimos salimos en los coches y furgonetas hacia Cartagena, al festival La Mar de Músicas, para escuchar melodías de diferentes partes del mundo y disfrutar de las playas nudistas. Compartíamos tiendas de campaña, playas solitarias, noches de luna llena y amaneceres luminosos.
La tropa se dividió en diferentes grupos y nosotros seguimos juntos hasta el Cabo de Gata a disfrutar del mar. Entramos por Carboneras, pasamos por el despropósito de hotel abandonado “El Algarrobico”, Agua Amarga y paramos en la pedanía de pescadores de Las Negras. El ambiente de libertad, bohemia y espíritu hippy se respiraba entre sus calles. La carretera terminaba en la playa y la belleza solitaria del paisaje nos envolvía. El azul del mar, el blanco de las casas y cortijos y el color cobrizo de la tierra, más la ausencia de grandes hoteles y chiringuitos, hace de este sitio el lugar ideal para relajarse de la vorágine urbana. Una pequeña embarcación nos llevó hasta Cala san Pedro, último paraíso de la costa mediterránea. Estuvimos una semana conviviendo con una colonia de hippies que se había establecido allí hacía unos años. Teníamos agua potable de un pozo y una mujer hacía comida barata y rica en la antigua casa del atalayero, que en tiempos avisaba del ataque de los piratas. Nos dedicábamos a bucear, tomar el sol y disfrutar.
Seguimos el viaje por Rodalquilar, precioso pueblo minero abandonado, La Isleta del Moro, Los Escullos y el Cortijo del Fraile, donde se produjeron los hechos conocidos como el Crimen de Níjar.
Para finalizar nuestra aventura llegamos hasta la Barriada de Cabo de Gata y San José. Aquí nos despedimos con la promesa de volvernos a ver. Sabía que no era así, pero fue el mejor verano de mi vida.


martes, 9 de junio de 2020

El affaire

Mientras cae la tarde observo a mi marido desde un banco de los Jardines de Albia. Las luces de las farolas comienzan a encenderse cuando aparece por la esquina de Trueba. Todos los días hace el mismo recorrido desde la sede bancaria hasta el piso de Mazarredo, en el que tiene un affaire con su amante.
Notaba que en casa era menos hablador, él que siempre tenía alguna historia para contar relacionada con los clientes que iban a solicitarle algún préstamo o las aventuras de sus compañeros con otras mujeres. La vida hasta ahora había sido tranquila, las cenas de los viernes con los amigos, las fiestas de aniversario, mi actividad diaria en el gimnasio, las compras, las vacaciones en las playas del sur…
Primero dejó de llamarme al mediodía para preguntarme cómo me había ido la mañana. Se disculpaba con la excusa de alguna comida con los clientes o con otros colegas de empresas financieras. Por las tardes no llegaba a la hora habitual porque le surgía alguna gestión que no podía dejar de resolver. Me daba evasivas y explicaciones sinsorgas que no me convencían.
Aunque no quería pensar mal -no podía más con aquella situación- decidí seguirle a distancia hasta la oficina. Durante los primeros días todo parecía normal. No veía nada raro en sus hábitos, hasta que uno de los días advertí que salía al mediodía a comer con una de las chicas del despacho. Enseguida les vi alquilar un piso, donde acudían a diario al salir de la sucursal, aunque a veces iban en coche hasta Olabeaga a pasear. Se comían un bocadillo juntos en una tasca que daba a la ría y volvían a Bilbao.
Aquello se convirtió en una obsesión. Los días del invierno para mí eran nublados por dentro y por fuera. Tenía que idear un plan para vengarme. Cuando mi marido se quedó frito en el sofá, cogí el móvil para leer los mensajes que se enviaban. Todos eran subidos de tono, me hervía la sangre, pero pensé que la venganza es un plato que se sirve frío y me tranquilicé. Un deseo no cambia nada, una decisión cambia todo. Así que me propuse actuar.
Dejé pasar unos días antes de ponerme manos a la obra. Mi marido desviaba la conversación cada vez que quería iniciar con él una charla sobre los planes para el próximo verano.
Como sabía las horas que estaban juntos, sus hábitos o las veces que salían a la calle, me resultó fácil hacer una copia de la llave del apartamento y enviar un WhatsApp desde el móvil de mi marido, cuando estaba en la ducha, a su querida para quedar por la tarde en Olabeaga.
Me puse mi ropa de entrenar junto con la gorra y me fui hasta el Muelle de las Sirgueras. Cuando la vi allí junto a la barandilla en la curva de la ribera, el día de mareas vivas, al pasar corriendo a su lado solo tuve que empujarla y desapareció entre las aguas revueltas.
A toda velocidad me dirigí al piso de Mazarredo para echar matarratas en la botella de vino que había en la nevera. Me deshice de la ropa de deporte y las playeras en el contenedor de basura y me fui a casa.
A la mañana siguiente denuncié la desaparición de mi marido ante la Ertzantza. Hasta ahora no ha habido resultados.



domingo, 7 de junio de 2020

El jefe

Todo el mundo tiene secretos. A veces no los contamos nunca, los mantenemos bien encerrados en la cabeza, bajo mil capas de olvido, pero otras veces no podemos evitar revelarlos, porque pesan demasiado. Nunca había contado cómo sucedió; después de hacerlo me sentía tranquilo.
Mi vida había sido normal hasta entonces. Tenía una familia que me quería y que me había dejado libertad para decidir lo que deseaba estudiar. Jamás me habían presionado, siempre me aconsejaban, dejaban en mis manos que tomara mis propias decisiones. Aunque mi madre a menudo me decía “tú sabrás”, ya eres responsable.
La infancia en el colegio y la juventud en el instituto pasaron sin mayores problemas. Después, entré en la universidad, donde pasé cinco años maravillosos de libertad y revolución estudiantil.
Al finalizar mis estudios entré a trabajar en una empresa del sector industrial. Mis ganas de renovar las viejas ideas de producción de la fábrica hicieron que mi jefe no me viera con buenos ojos. Comenzó por enviarme al almacén para que pusiera en orden los repuestos e hiciera un control de los gastos que se realizaban. ¿Para esto me había formado? Quería más responsabilidades. Fui subiendo en el organigrama hasta conseguir un buen puesto. Pero a medida que pasaban los meses, notaba que su odio hacia mí aumentaba. Me hacía viajar entre las diferentes sedes de la compañía para librarse de mi presencia. Como me estaba jodiendo todo el día, llegué a obsesionarme tanto que solo pensaba en quitármelo de encima.
Al llegar la Navidad era tradicional que el personal se reuniera para tomar un aperitivo y hacer un poco de convivencia. Allí la conocí. La mujer de mi jefe me atrajo desde el primer instante que la vi. Estilosa, atractiva y distante. Hice una primera aproximación para acercarme a ella. Aunque yo era solo un nuevo empleado, me saludó con educación y me preguntó si estaba a gusto trabajando para ellos.
Unos días después, durante la visita a la planta de producción, pidió que le hiciera un recorrido por las nuevas instalaciones con las mejoras que había diseñado. A partir de entonces nuestros encuentros se hicieron más frecuentes. Nos veíamos en los hoteles de los alrededores. Acordamos librarnos de él. Solo seríamos felices si le hacíamos desaparecer.
Una mañana que el jefe me llamó a su despacho para pedir un informe sobre la nueva trituradora le propuse ir al almacén para verla actuar. Cuando paseábamos por el pasillo de seguridad encina de la máquina al acercarme para explicarle cómo eran las cuchillas de acero, le empujé al hueco y la máquina se lo tragó.
Me habría gustado que el desenlace de esta historia fuese otro, pero por desgracia resulta muy difícil evitar la adversidad cuando alguien con poder y rencor se afana tanto en destruirte.


sábado, 6 de junio de 2020

El viaje

-¿Cómo frenas así? Casi salgo por el parabrisas. ¡Qué barbaridad!
-¿No llevas puesto el cinturón de seguridad?
-Sí. ¡En qué estarías tú pensando!
-No te ha pasado nada. Tranquila.
-No te distraigas. ¿No has visto a esa señora?
-Siempre voy atento a la carretera. Déjame en paz.
-Tú dirás lo que quieras, pero no eres el mismo de antes. Te ha cambiado el carácter. Estás avinagrado.
-No puedo dejar de pensar en ello. El mes pasado todo estaba en orden y ahora estoy sin trabajo. ¿Qué voy a hacer? Solo sé trabajar. No tengo edad para que me contraten en otra empresa.
-¿Y eso te impide mirar hacia delante? ¡Vaya viaje me estás dando!
-No teníamos que habernos comprometido a ir a esa cena.
-De acuerdo, pero baja la velocidad que nos vamos a estrellar.
-Son unos esnobs. Mi mundo ya no pertenece a ese ambiente.
-Enseguida te cansas de todo. Hasta ahora no te habías quejado. Todo te molesta. ¿Qué quieres, qué quieres?
-No te lo había dicho, pero me miran con pena. Parece que tengo una enfermedad contagiosa.
-¿Cómo puedes decir eso? ¡Con todo lo que te han apoyado mis amigos!
-Dices bien, tus amigos. Esos que solo se miran a sí mismos. Cuando todo va bien, perfecto. Pero ahora que les he pedido ayuda para encontrar un trabajo nuevo, me dicen que no me apure. Que todo se arreglará. ¡Por Dios! No me apetece ver a esa gente.
-Nos han invitado y vamos a ir. ¿Qué haces? ¿Por qué paras?
-¡Hala! Me bajo. Toma las llaves.
-¿No vas a ir, entonces? ¡Ahí te quedas!


Isabel

No sé qué ponerme para hablar con el señor Zuloaga. ¿La bata de trabajo o ropa de calle? No me gusta lo desconocido. ¿Por qué me ha llamado? ¡Ala! Sin ton ni son. No viene a cuento que quiera hablar conmigo. No puedo más con esta incertidumbre. Y todavía son las tres de la tarde. No me concentro en nada. Ni he dormido esta mañana al llegar. Al mediodía he ido al Súper y se me han olvidado la mitad de las cosas que tenía que comprar. Mi padre me había pedido recambios para la maquinilla de afeitar y le he traído el bote de espuma. ¡Qué agobio! Me voy a tranquilizar. Esto no va bien. Así, en este estado, no me puedo presentar ante el señor Zuloaga. Me tomo una tila y podré descansar.

Ha llegado el momento. Ya estoy en la fábrica. He venido un poco antes, por si acaso. Me cambio y voy a su despacho. Eso sí, la bata bien planchada, las playeras limpias y nada de maquillaje en la mejillas.

-Buenas tardes, señor Zuloaga.
-Hola, Isabel. Pero llámeme don Pedro. Mire. Le quería hacer una proposición. Ya sabe que sé cómo trabaja usted. Siempre la observo desde la ventana de mi despacho. Además, a través de las cámaras de seguridad, veo que no pierde el tiempo. ¿Quiere trabajar en mi casa y cuidar de mi madre? Así podemos estar más tiempo juntos.

Me quedé en blanco. Salí de allí a toda pastilla y no paré hasta llegar a mi casa.

viernes, 5 de junio de 2020

El encargo

La música suena dulce en el chiringuito de la playa. El sol tuesta los cuerpos sobre la arena. A esa hora de la tarde estaba todo tranquilo aún. Mientras el camarero limpia la barra con una bayeta, Sarai, que tiene un encargo, toma un combinado de esos con mucho hielo.
-Hola. ¿Te conozco de algo? –le pregunta Fran con su copa en las manos.
-No creo –responde Sarai.
-Tu cara se me hace conocida. ¿No nos hemos visto en el Congreso de Nuevas Tecnologías de febrero? –dice Fran.
Sarai mira con despreocupación absoluta al horizonte a la vez que moja sus sensuales labios en el brebaje. De una belleza perturbadora, lleva un vestido negro de gasa que la brisa mueve con elegancia. La tarde muere tranquila en la cala.
-¿Te molesto? Si es así, me voy a otro lado.
-No. Pero estoy solo de paso en esta zona.
Los primeros bañistas recogen las sombrillas y toallas. Llaman a sus hijos para ir a cenar al hotel. Las luces del paseo marítimo se encienden con desgana. Muchos turistas caminan por el paseo a la vez que fijan en los menús de los restaurantes.
-A mí gusta mucho esta parte de la costa. Cuando era pequeño pasaba los veranos aquí en la playa con mi familia -le dice Fran.
La pareja sigue hablando hasta el anochecer. Los nuevos clientes se acercan a la barra para pedir sus consumiciones. Se respira paz en el ambiente.
-Tienes pinta de chica buena.
-No. Las apariencias engañan. Soy la muerte.
-No me lo creo. Venga. Sonríeme un poco.
-¿Quieres probar un poco de mi copa? –dice ella.
-Sí, dame un traguito. ¿A qué te dedicas?
-Mejor que no lo sepas.
Fran mira de reojo a Sarai para proponerle un plan para esta noche. Quiere ir a cenar con ella a una tasca del pueblo.
-¿Cuántos años tienes? -pregunta Fran.
-No tengo prisa para cumplir años -responde Sarai.
-¿Quieres más? -dice ella.
-Solo un poco. Está muy rico -responde él.
Fran paga los tragos y se dirigen al coche por el sendero de arena.
-¿Te apetece ir al otro lado? –pregunta Sarai.
-Sí, siempre que sea contigo.
-Tranquilo, conmigo estarás seguro.
Sarai finaliza el encargo con éxito.
La prensa, días después, publica la extraña aparición del coche de Fran abandonado en el acantilado.

Nueva Zelanda. Isla Sur (11)

Antes de ir al aeropuerto de Christchurch, donde finalizamos este fantástico viaje por Nueva Zelanda, nos dirigimos a Akaroa. El puerto de A...