martes, 9 de junio de 2020

El affaire

Mientras cae la tarde observo a mi marido desde un banco de los Jardines de Albia. Las luces de las farolas comienzan a encenderse cuando aparece por la esquina de Trueba. Todos los días hace el mismo recorrido desde la sede bancaria hasta el piso de Mazarredo, en el que tiene un affaire con su amante.
Notaba que en casa era menos hablador, él que siempre tenía alguna historia para contar relacionada con los clientes que iban a solicitarle algún préstamo o las aventuras de sus compañeros con otras mujeres. La vida hasta ahora había sido tranquila, las cenas de los viernes con los amigos, las fiestas de aniversario, mi actividad diaria en el gimnasio, las compras, las vacaciones en las playas del sur…
Primero dejó de llamarme al mediodía para preguntarme cómo me había ido la mañana. Se disculpaba con la excusa de alguna comida con los clientes o con otros colegas de empresas financieras. Por las tardes no llegaba a la hora habitual porque le surgía alguna gestión que no podía dejar de resolver. Me daba evasivas y explicaciones sinsorgas que no me convencían.
Aunque no quería pensar mal -no podía más con aquella situación- decidí seguirle a distancia hasta la oficina. Durante los primeros días todo parecía normal. No veía nada raro en sus hábitos, hasta que uno de los días advertí que salía al mediodía a comer con una de las chicas del despacho. Enseguida les vi alquilar un piso, donde acudían a diario al salir de la sucursal, aunque a veces iban en coche hasta Olabeaga a pasear. Se comían un bocadillo juntos en una tasca que daba a la ría y volvían a Bilbao.
Aquello se convirtió en una obsesión. Los días del invierno para mí eran nublados por dentro y por fuera. Tenía que idear un plan para vengarme. Cuando mi marido se quedó frito en el sofá, cogí el móvil para leer los mensajes que se enviaban. Todos eran subidos de tono, me hervía la sangre, pero pensé que la venganza es un plato que se sirve frío y me tranquilicé. Un deseo no cambia nada, una decisión cambia todo. Así que me propuse actuar.
Dejé pasar unos días antes de ponerme manos a la obra. Mi marido desviaba la conversación cada vez que quería iniciar con él una charla sobre los planes para el próximo verano.
Como sabía las horas que estaban juntos, sus hábitos o las veces que salían a la calle, me resultó fácil hacer una copia de la llave del apartamento y enviar un WhatsApp desde el móvil de mi marido, cuando estaba en la ducha, a su querida para quedar por la tarde en Olabeaga.
Me puse mi ropa de entrenar junto con la gorra y me fui hasta el Muelle de las Sirgueras. Cuando la vi allí junto a la barandilla en la curva de la ribera, el día de mareas vivas, al pasar corriendo a su lado solo tuve que empujarla y desapareció entre las aguas revueltas.
A toda velocidad me dirigí al piso de Mazarredo para echar matarratas en la botella de vino que había en la nevera. Me deshice de la ropa de deporte y las playeras en el contenedor de basura y me fui a casa.
A la mañana siguiente denuncié la desaparición de mi marido ante la Ertzantza. Hasta ahora no ha habido resultados.



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