viernes, 12 de junio de 2020

Cristina

Había sobrevivido a un accidente de avión, dos infartos y tres maridos. Cristina era una superviviente. Nunca lo había tenido fácil durante su vida. Su madre la había abandonado cuando era una niña y había vivido con sus abuelos hasta que salió de casa para ir a estudiar fuera. La abuela Concha era una mujer seca que no le dio jamás un beso ni le dijo que la quería. Se limitaba a darle de comer y vestir, como si fuera una extraña que está de pensión en una casa ajena. La ropa que llevaba siempre estaba pasada de moda, parecía una niña de una casa de acogida. Aunque no pasaban estrecheces, siempre le hacía sentir que allí estaba de prestado. A medida que crecía y su cuerpo cambiaba, el abuelo Pablo era más cariñoso con ella, pero de forma interesada. Con disimulo procuraba rozarse con ella en la cocina o sus manos le tocaban donde podía, sin ser visto. Le decía que se sentara sobre sus piernas cuando la abuela no estaba, pero procuraba no quedarse a solas con él. Tenía que andar con mil ojos para que no la sobara. Siempre notaba que la estaban espiando, le repetían todos los días: no gastes a lo tonto la luz de tu cuarto, el agua caliente solo los domingos para la ducha, el hornillo eléctrico para la sala. No podía llevar a sus amigas, y mucho menos a sus amigos, a casa porque le avergonzaba el ambiente sórdido que tenía que soportar a diario. Era muy difícil asumir que no tenía una familia normal que sale los fines de semana, que va a veranear o que de vez en cuando queda a comer en un restaurante. A pesar de lo que le rodeaba y no tener una referencia clara en su vida, como era una niña espabilada sacó adelante sus estudios y terminó el bachillerato en el instituto. Consiguió una beca en una universidad y se liberó de ellos. Pero la inseguridad por la carencia de referencias siempre la acompañaría. Tampoco sabía dar cariño, besar, abrazar.
Los cinco años de carrera fueron el mejor aprendizaje para entender qué era la libertad. No tenía a nadie que le dijera lo que tenía que hacer o lo que debía ponerse para salir a la calle. Enseguida hizo amigos con los que iba a fiestas, fumaba hierba o bebía hasta saciarse. No quería compromisos con chicos ni atarse a nadie. Mantuvo relaciones con varios, pero no conseguía enamorarse de ninguno. Solo necesitaba que la quisieran y en aquellos años cada uno iba a lo suyo y a pillar.
Antes de terminar los estudios ya la habían contratado en una empresa por las tardes. Cuando se licenció le propusieron un contrato con el compromiso de viajar al extranjero cuando fuera necesario. Enseguida subió en el organigrama de la empresa y le nombraron directora compras. Viajaba a menudo y no paraba a descansar ni un momento. Se decía que tenía que aprovechar ahora que era joven. En uno de los viajes a Asia, en un vuelo doméstico entre dos ciudades, el avión bimotor en el que viajaba, a la hora del despegue no consiguió subir y rodó por la pista sobre uno de los motores. Solo sufrió golpes y magulladuras, pero hubo cinco muertos. Volvió a casa y decidió que ya no volaría más a otros destinos. Las secuelas de aquel accidente la hicieron adicta a los analgésicos para sentirse relajada. No concebía un día sin tomar sus pastillas.
En aquella época conoció a su primer marido. Juan, el hijo del jefe, era unos años mayor que ella. Siempre había sido una persona distante, seria, metida en su despacho, con la mirada fija en los ordenadores para ver las fluctuaciones de las bolsas internaciones, pero el contacto diario en la oficina hizo que se trataran y quedaran a comer algunos días. De esos momentos de sobremesa salieron los primeros escarceos. Al cabo de unos meses se comprometieron y fijaron la fecha de la boda. Todos los amigos se alegraron. Aquella era su verdadera familia. Parecían, vistos desde fuera, hechos el uno para el otro. Pero en realidad ninguno de los dos era capaz de mostrar cariño. La frialdad de las relaciones personales e íntimas les llevó a separarse de mutuo acuerdo. Sin embargo a Cristina, que creyó que había encontrado su sitio, le produjo mucha ansiedad este fracaso y le provocó el primero de sus infartos.
Al segundo marido lo conoció en el gimnasio al que acudía para recuperarse de las secuelas cardiovasculares. Al principio todo eran atenciones, favores y regalos. Siempre lo tenía pegado a su lado. Aunque la falta de libertad la soportaba; le resultaba peor no poder estar sola en ningún momento. La separación no fue tan amistosa y le provocó el segundo infarto. Estuvo ingresada una semana en la clínica. Como consecuencia se hizo adicta a tomar opiáceos para el dolor crónico. Pero la vida no termina, se dijo Cristina.
A la tercera va la vencida, piensa cuando conoció a Emilio. Acudió todos los días al centro residencial de tratamiento de adicciones en el proceso de rehabilitación. En las reuniones de la mañana se juntaban para hablar sobre lo que les preocupaba. El primero en tomar la palabra fue él. Contó una historia de encantador de serpientes que a todos les pareció una insustancialidad, pero a Cristina le encantó. Por las tardes, cuando terminaba el trabajo en el centro, salían a pasear por los alrededores. Le ofreció unas pastillas que harían que se olvidara de todo por un rato. Se dieron la mano y emprendieron juntos aquel camino final, que conducía a la destrucción.

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