Siempre he envidiado a los que son capaces de hacer lo que querían. Tumbado en la cama mientras la luz del sol entraba por la ventana de mi habitación, no me lo pensé dos veces. Estaba en cuarto de carrera y ante la perspectiva de pasar el verano de nuevo con la familia en el pueblo, aquel primer día de julio salí en mi coche hacia el mar. Necesitaba alejarme de la rutina de los amigos muermos, de la casa de veraneo y de las tardes en la piscina.
Sin apenas planificar el viaje, metí la ropa en una mochila, guardé en la cartera el dinero ahorrado de las clases particulares durante el curso, llené el depósito de gasolina de mi 4 L y salí hacia la Costa Brava. Recordaba que fui con mis padres a un camping, cuando era un chaval. Tenía idealizado el sitio con pueblos de calles estrechas de piedra y casas blancas, barcas de pesca en la playa y calas para bucear entre posidonias.
Recogí a una autoestopista inglesa cerca de Cadaqués. Keira no sabía español, yo no sabía inglés, pero tuve buen pálpito en aquel momento. Viajamos por los pueblos de la costa y parábamos donde nos apetecía. Dormíamos en las playas solitarias y nos bañábamos desnudos al amanecer. Nos alimentábamos a base de bocadillos, cerveza y tabaco y nos amábamos como si no hubiera un mañana. Parecía que estábamos en el cielo. Nos comunicábamos como podíamos, pero nos entendíamos a la perfección. Un día vi en una taberna de una aldea de Castellón el cartel del primer festival internacional de música de Benicàssim. Allí nos dirigimos a disfrutar durante tres días de la música rock, indie y electrónica. A ella le gustaban los grupos ingleses y a mí la banda de “Los Planetas”. Vivíamos de noche y dormíamos durante el día, conocimos a mucha gente, compartimos fiesta, porros y bebida, cantábamos las canciones de nuestros grupos. Todos estábamos allí de paso, pero era como si fuéramos del mismo barrio. Con los amigos que allí hicimos salimos en los coches y furgonetas hacia Cartagena, al festival La Mar de Músicas, para escuchar melodías de diferentes partes del mundo y disfrutar de las playas nudistas. Compartíamos tiendas de campaña, playas solitarias, noches de luna llena y amaneceres luminosos.
La tropa se dividió en diferentes grupos y nosotros seguimos juntos hasta el Cabo de Gata a disfrutar del mar. Entramos por Carboneras, pasamos por el despropósito de hotel abandonado “El Algarrobico”, Agua Amarga y paramos en la pedanía de pescadores de Las Negras. El ambiente de libertad, bohemia y espíritu hippy se respiraba entre sus calles. La carretera terminaba en la playa y la belleza solitaria del paisaje nos envolvía. El azul del mar, el blanco de las casas y cortijos y el color cobrizo de la tierra, más la ausencia de grandes hoteles y chiringuitos, hace de este sitio el lugar ideal para relajarse de la vorágine urbana. Una pequeña embarcación nos llevó hasta Cala san Pedro, último paraíso de la costa mediterránea. Estuvimos una semana conviviendo con una colonia de hippies que se había establecido allí hacía unos años. Teníamos agua potable de un pozo y una mujer hacía comida barata y rica en la antigua casa del atalayero, que en tiempos avisaba del ataque de los piratas. Nos dedicábamos a bucear, tomar el sol y disfrutar.
Seguimos el viaje por Rodalquilar, precioso pueblo minero abandonado, La Isleta del Moro, Los Escullos y el Cortijo del Fraile, donde se produjeron los hechos conocidos como el Crimen de Níjar.
Para finalizar nuestra aventura llegamos hasta la Barriada de Cabo de Gata y San José. Aquí nos despedimos con la promesa de volvernos a ver. Sabía que no era así, pero fue el mejor verano de mi vida.
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