Recuerdo siempre a Manuel de la mano de su madre cuando salía de la farmacia; vivían cerca de mi casa. Iban a pasear al río todas las tardes del verano, mientras el resto de niños pescábamos cangrejos o barbos. Durante el invierno apenas le veíamos por la calle porque, decían, estaba enfermo. Aunque ya íbamos a la escuela desde hacía dos años, él vino con ocho años a nuestra clase. La señorita Ana nos contó que padecía una dolencia, pero que no era contagiosa, así que podíamos estar tranquilos y jugar con él sin ningún problema, que era un niño como los demás, un chico valiente, pero que si veíamos que se movía con brusquedad que se lo dijéramos.
Los días del otoño llegaron con sus cargas de nubes al pueblo para inundar de gris las calles y campos. Aquella luz parecía que no le gustaba porque enseguida empezó a faltar a clase. Su asistencia era discontinua pero cuando faltaba lo echábamos de menos, ya que era un niño despierto, inteligente y alegre. Un día, en el patio de recreo, parecía aturdido, caminaba sin rumbo y se cayó al suelo con unas pequeñas sacudidas que duraron unos minutos. Nos asustamos mucho. La maestra llegó con rapidez y le llevó a la sala del profesorado. Allí parece que se tranquilizó y volvió al aula. La señorita nos dijo que lo que sufría Manuel era una leve epilepsia y que esa era la razón por la que no había acudido a la escuela hasta ahora, que tomaba la medicación para curar la enfermedad y que no era contagiosa. Dejó de asistir a clase durante unos días.
Al estar encima la Navidad, habíamos preparado un pequeño teatro para la función anual. Contábamos con que nos acompañara. La profesora habló con la familia para que acudiera a representar su papel. En mitad de la obra, sin saberse la causa real, tuvo una convulsión generalizada con pérdida del conocimiento, caída al suelo, rigidez y sacudidas de piernas y brazos. La función se suspendió y nos fuimos a casa angustiados.
Al regresar al colegio después de las vacaciones solo supimos que seguía enfermo. Como no nos daban ninguna explicación me acerqué a su casa encima de la farmacia. Su madre, doña Marta, la boticaria, me recibió con mucho cariño por haber acudido a interesarme por Manuel.
Era hijo único y sus padres estaban pendientes de él en todo momento. Se alegró muchísimo al verme. Me llevó a su habitación. Parecía cansado aunque en su rostro tenía siempre una sonrisa. Me dijo que los ataques ahora eran más frecuentes y que en el electroencefalograma que le habían hecho en la capital para medir la actividad eléctrica del cerebro le dijeron que tenía una lesión. Era necesaria una operación cuando tuviera más años.
Seguimos juntos hasta finalizar la enseñanza primaria en el pueblo. Entonces mis padres me enviaron interno a estudiar el bachillerato, como decían ellos, para progresar. Solo volvía a casa durante las vacaciones. Nuestra relación se fue enfriando, pero siempre que podía iba saludarle y charlábamos en la rebotica. Se sabía los nombres de todos los medicamentos y plantas medicinales que estaban guardados en las vasijas cilíndricas de cerámica de las estanterías, como estupefacientes o psicotropos.
Un día su madre me dijo que le habían ingresado en una clínica para hacerle una cirugía cerebral y así corregir la lesión que le impedía hacer una vida normal, ya que los medicamentos para la epilepsia que tomaba solo frenaban la enfermedad pero no la curaban.
La operación era una comisurotomía, consistente en realizar un corte en el cuerpo calloso, que es el que comunica los dos hemisferios del cerebro con el objetivo de eliminar la epilepsia que se había agravado y convertido en severa. Abandonó el sanatorio al cabo de seis meses después de una lenta recuperación. Al principio todo parecía normal y los ataques habían desaparecido. Los padres le seguían cuidando con la ayuda de una mujer del pueblo. Sin embargo comenzaron los primeros síntomas de que algo fallaba en su cerebro. La mano derecha se le convirtió en la izquierda y viceversa. Cada una actuaba por su cuenta. Cuando intentaba atarse los cordones de los zapatos no lo conseguía porque ambas no se coordinaban. Y si Antonia le ayudaba a atarse la camisa se enfadada porque era incapaz de que las manos le obedecieran. Incluso una vez le dio un sopapo y otro, intentó estrangularla. Manuel incluso creyó que se encontraba poseído por algún espíritu maligno.
Al consultar su nueva situación con los especialistas le dijeron que a esa enfermedad se le llamaba Síndrome de la mano ajena producido por un trastorno neurológico durante la operación.
Al regresar al pueblo cayó en una profunda depresión y se hizo adicto al Prozac que tomaba sin piedad, además robaba a su madre morfina para olvidarse de la falta de control que tenía en sus manos.
Cuando finalicé la universidad fui al pueblo a pasar el verano. Allí vi a Manuel en un cochecito de inválidos del que tiraba su madre por el camino que iba al río.
No hay comentarios:
Publicar un comentario