sábado, 13 de junio de 2020

Balancín

Una mañana conocí al llamado Balancín. Corría junio cuando las amapolas colonizaban los campos y viajaba con mi furgo por los municipios para liquidar las últimas cosas de quincalla. La solana atacaba con rabia ya al iniciar la jornada. No había colocado un solo trapo ni un utensilio por las casas conocidas y al alcanzar la plaza fui al Casino, bañado con las sombras góticas dibujadas por la basílica.
Allí al fondo junto a la barra vacía estaba, alto, fino y sobrio, Balancín. La fama adquirida con los trabajos por las pistas continuaba mostrando la popularidad con los camaradas. Contra todos figuraba su postura malabarista. Una voz dirigida a mí me invitaba a jugar al dominó.
-¿Nos acompañas a la partida? Falta uno, dijo Balancín.
-Si no os importa, a gusto participo.
Todo tenía un clima casposo, olía a puro barato, vino rancio y patatas cocidas. Las cortinas, con dificultad, admitían pasar la luz solar y los mozos del pueblo dormitaban casi a oscuras.
Balancín contaba las historias a los conocidos como funambulista con los circos más famosos, incluso trabajó con la conocida acróbata “Pinito Oro”.
Guardaba un torso magnífico, aun los años. Había sido gimnasta olímpico. Con una cicatriz hacia la barbilla y otra adosada a la boca, mostraba su pasado por las plazas y villas. Los rizos blancos, la cara alargada, la nariz fina, los ojos románticos, los labios rosas, la boca con una infinita sonrisa y las manos anchas-anchas.
Un aciago día tuvo una mala fractura por fatiga crónica y no volvió a actuar. Con dolor tornó a casa para olvidar la vida nómada. Sus granujas amigos andaban con bromas para azuzar su habilidad. Sin ton ni son inició su función con saltos, cabriolas y brincos por las sillas, butacas y armaritos. Todos aplaudían y animaban, con caras burlonas, a Balancín. Salí a la plaza afligido y mustio. Había caído un mito para mí, nunca volví al Casino.



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